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sábado, 10 de marzo de 2012

Apologetica Cristiana: ¿Que es? ¿Para que sirve?

 
biblias y miles de comentarios
PASAJES BÍBLICOS CRUCIALES PARA LA APOLOGÉTICA CRISTIANA

La construcción de un sistema de apologética que sea distintivamente Cristiano debiese fundarse en el testimonio de la Escritura respecto a la naturaleza de la realidad en sus aspectos divino, humano y cósmico. Además, debiese hallarse fundado en el testimonio bíblico en su totalidad, pues la enseñanza concerniente a Dios, el hombre y el universo y simple y consistente a lo largo de toda la Escritura y no depende de la selección de unos pocos textos probatorios aislados. Pero, como con todas las doctrinas bíblicas, hay ciertos pasajes que ubican un tema en un punto focal más agudamente definido y que, por lo tanto, ameritan una consideración más cuidadosa y detallada. El propósito de este capítulo es examinar una cantidad de pasajes que son de particular importancia para el tema de la apologética Cristiana, aunque, debido a las limitaciones de espacio, la atención que es posible darles será mucho menos completa de lo que merecen.

I. Génesis 1:1-31

La doctrina bíblica de la creación es de importancia absolutamente radical para el desarrollo de la apologética Cristiana. De hecho, es tanta la magnitud en que esta doctrina es la raíz del asunto que aparte de ella no es posible ninguna apologética efectiva; pues la doctrina de la creación es el fundamento indispensable de nuestro entendimiento de toda la existencia. Esta doctrina afirma, primero que todo, la absoluta primacía o prioridad del Dios Todopoderoso, y de este modo, la eternidad y total independencia de su existencia. “En el principio Dios…”: estas palabras, con las cuales inicia la Escritura, hacen sonar un tema que es dominante a través de toda la revelación bíblica. Dios está en el principio, y por lo tanto, Él es antes del principio, y es el principio de todas las cosas. El alcance de su obra de creación es exhaustivo: el cielo y la tierra, el universo en su totalidad; y el hecho de que todas las cosas hayan sido traídas a la existencia fue llevado a cabo por el pronunciamiento de su dinámica palabra: “Dijo Dios, sea… y fue así” (cf. Juan 1:1ss.). La Palabra de Dios es la expresión de la mente y voluntad de Dios y por consiguiente la totalidad del orden creado lleva la marca de la mente y voluntad de Dios. La doctrina bíblica de la creación significa, sin lugar a dudas, que el ser de Dios es el fundamento y principio de todo el ser, y así, que todo otro ser es, a diferencia de Dios, no auto-subsistente sino que depende completamente de Dios tanto para el origen como para la continuación de su existencia.

La doctrina bíblica de la creación significa, además, que el conocimiento de Dios es el fundamento y principio de todo el otro conocimiento, tanto porque es eternamente anterior a todo otro conocimiento y también porque es globalmente exhaustivo, mientras que todo el otro conocimiento, siendo el de criaturas finitas, es, en el mejor de los casos, parcial y fragmentario. En otras palabras, existe solamente un conocimiento auténtico de la realidad, y ese es el conocimiento de Dios. El conocimiento de Dios, el cual es absoluto y no causado, es la única fuente de conocimiento que está disponible para el hombre. El conocimiento del hombre, que es un aspecto de su ser (¡sin ser, no hay conocimiento!), esderivado y puede derivarse únicamente del conocimiento del Creador en la medida que se revela en sus obras y palabras.

El conocimiento accesible al hombre a partir de las obras (la revelación general o natural) y las palabras de Dios (la revelación especial) proviene, por así decir, de afuera – aunque no se debe pasar por alto el hecho de que el hombre también pertenece a las obras de Dios y, por tanto, no puede adoptar una actitud de independencia o superioridad. Sin embargo, hay un tercer centro de conocimiento que es desde dentro del hombre y que pertenece a la esencia de su constitución como hombre. Esto se hace evidente en el registro de la creación cuando se dice que Dios creó al hombre “a su propia imagen.” La riqueza de significado implícito en esta frase no se puede discutir aquí, aún cuando sin duda el tema es extremadamente importante, especialmente con relación a las facultades inherentes del hombre de personalidad, racionalidad, moralidad, soberanía y creatividad, que contribuyen al carácter único de su humanidad y que le colocan aparte de todas las demás criaturas.
Todo lo que podemos decir ahora es que el hombre, constituido a la imagen de Dios, no puede en verdad aislarse de Dios; no puede ignorar a Dios; no puede usurpar el lugar de Dios. La imagen de Dios es al rasgo más íntimo y distintivo de la constitución del hombre como hombre, y no puede en verdad dejar de ser lo que es. La imagen de Dios se halla estampada en su condición de criatura, en el corazón mismo de su ser.

Esto significa no solamente que el hombre no puede divorciarse del conocimiento de Dios sino también que todo hombre es responsable para con Dios. La responsabilidad del hombre es un aspecto importante de la dignidad del hombre, del carácter único de su humanidad. El hombre es responsable ante Dios por la vida que se le ha dado. No puede evadir esta habilidad de responder, simplemente porque es lo que es, es decir, hombre. La relación entre el Creador y la criatura es esencial para su existencia y la imagen de Dios es constitutiva de su humanidad. La realización de su ser depende de estos dos factores fundamentales. Negarlas es cortar la única línea vital que da significado y propósito a su ser; al hacer esto inevitablemente se lanza a la deriva y experimenta la alienación y la desintegración en el corazón mismo de su ser.

II. Génesis 3:1-24

Si la doctrina de la creación es indispensable para nuestro entendimiento de la constitución del hombre, la doctrina de la caída no es menos indispensable para un entendimiento adecuado de las realidades de la situación humana. Todos los elementos del predicamento humano se hallan presentes en el registro de la caída dado en Génesis 3, y la combinación de la doctrina bíblica de la creación con la doctrina bíblica de la caída deja absolutamente en claro que no es en su condición finita, sino en su condición caída, que
reside el problema crítico del hombre. En el huerto el hombre llevó a cabo libremente la realización de su ser viviendo en concordancia con la Palabra de amoroso Creador glorificando así a Dios, con actitud de agradecimiento, y honrando la única relación que podía dar significado y propósito y a su existencia. La estratagema satánica que llevó a efecto la caída del hombre involucró un ataque a la Palabra, y de este modo, a la autoridad del Creador. Esto sucedió en dos etapas: primero, poniendo en tela de duda la Palabra de Dios (¿Con que Dios os ha dicho…?), y, segundo, contradiciendo abiertamente la Palabrade Dios (“¡No moriréis!”). Luego se da la explicación de que Dios se ve amenazado por la existencia del hombre y que está preocupado por proteger sus propios intereses egoístas; por tanto, una declaración unilateral de independencia, a través del rechazo de la Palabra del Creador, resultaría en que el hombre sería como Dios y señor de todo lo que visionara.
Esta es la esencia del estado caído del hombre, que en rebelión contra la autoridad soberana del Creador trata locamente de hacer a Dios a la imagen del hombre y al mismo tiempo trata de derrocar la Palabra y la voluntad de Dios. Por supuesto que la situación ontológica no resulta alterada en lo más mínimo: Dios es aún Dios, supremo sobre todo como Creador y ahora también como Juez; el hombre aún es hombre, sujeto y dependiente totalmente en su condición de creatura. Pero la situación epistemológica llega a ser una de agitación traumática, pues el hombre pecaminoso, al hacerse a sí mismo – en lugar de Dios – el centro y clave del entendimiento de la realidad tanto de sí mismo como del universo, cercena la línea vital de la relación entre el Creador y la criatura tan esencial para el conocimiento correcto de las cosas y va a la deriva por el océano de la alienación, donde la realización que busca de manera desesperada le elude por siempre.

III. Romanos 1:18-32

En ninguna otra parte se ve la gravedad del predicamento humano más incisivamente descrito que en este pasaje escrito por el Apóstol Pablo. Todos los hombres conocen la verdad con respecto a la existencia del Creador divino, pero en su iniquidad la contienen, la suprimen (vs. 18). Sin embargo, es inútil imaginarse que pueden hacer a un lado el conocimiento de Dios y, de igual modo, librarse de su responsabilidad para con Él quien es su Creador, “porque lo que de Dios se conoce (το γνωστον του θεου) es manifiesto (φανερόν) entre ellos, pues Dios se lo manifestó (αυτοισ εφανέρωσεν).” En otras palabras, no hay razón por la cual los hombres anden buscando a tientas la verdad con respecto a Dios o que de manera “inocente”, de alguna forma, pasen por alto el mensaje; pues el conocimiento está allí dentro de ellos. La naturaleza interna de este conocimiento se puede entender en dos sentidos; primero, en un sentido general, en cuanto a todo el saber y el conocimiento, aún cuando se derive de datos externos, es algo interno al hombre; segundo, en el sentido específico de que este conocimiento de Dios se halla dentro de los hombres porque, como criaturas hechas a la imagen de Dios, esta se halla estampada en lo más íntimo de su ser, y, como hemos señalado, ningún hombre puede separarse de la realidad de su propia constitución.

Pero igualmente ineludible es el testimonio de la existencia de Dios que rodea al hombre por todos los costados. La invisibilidad de Dios y sus atributos no proveen ninguna excusa para la ignorancia con respecto a su ser; “Porque las cosas invisibles (τα αόρατα αυτου) de él, su eterno poder y divinidad, se hacen claramente visibles (καθοραται) desde la creación del mundo (απο κτίσεως κόσμου), siendo entendidas por medio de las cosas hechas (τοις ποιήμασιν νοουμενα), de modo que no tienen excusa.” Todo el sistema cósmico señala de manera incontestable la verdad de que allí existe un Creador de todo, quien es único en la eternidad de su soberana divinidad. Este conocimiento es obvio para el hombre como criatura racional. La racionalidad del todo, en sí mismo un testimonio de la racionalidad del Creador, es una verdad de la que el hombre no puede desvincularse; solamente puede buscar como suprimirla de manera irracional; pero al hacerlo se queda “sin excusa” (αναπολόγμητος); no tiene ninguna defensa que ofrecer; está actuando de manera contraria a la integridad y dignidad de su propio ser.

Además, aunque el hombre tiene la facultad, negada a las criaturas no racionales, de ver el cosmos como si se encontrara desde una posición de imparcialidad, no obstante no puede desvincularse del universo que contempla como si fuese algo totalmente separado de sí mismo; pues él también pertenece a este mismo universo; él mismo es un componente integral de la totalidad cósmica que señala sin lugar a dudas hacia la verdad acerca de Dios.
Él pertenece y, una vez más, no puede escapar de sí mismo; no puede enajenarse del entorno que es el escenario de toda su existencia. De hecho, de todas las maravillas del orden creado ninguna es más motivo de asombro que el hombre mismo, la corona de la obra creativa de Dios. De allí la adoración del salmista: “¡Oh Jehová, Señor nuestro, cuán grande es tu nombre en toda la tierra!” (Sal. 8:1, 9); “¡Maravillosas son tus obras!” (Sal. 139:14); y el reconocimiento que, de todo lo que existe, es el hombre quien ha sido coronado de gloria y honor y a quien se le ha dado dominio sobre toda la obra de las manos de Dios (Sal. 8:5ss.). Especialmente dramático es el párrafo inicial (vss. 1-4) del Salmo 19:

Los cielos cuentan la gloria de Dios y el firmamento anuncia la obra de sus manos.
  Un día emite palabra a otro día y una noche a otra noche declara sabiduría.

En otras palabras, el mensaje se oye en voz alta y clara, que todas las cosas son creadas y sustentadas por Dios. No puede ser pasado por alto. Este es conocimiento genuino y esencial, y “nos grita” desde cualquier punto que miremos. Al mismo tiempo, sin embargo:

No hay lenguaje ni palabras ni es oída su voz.
  Por toda la tierra salió su voz y hasta el extremo del mundo sus palabras.


Este enérgico testimonio también es un testimonio silencioso. Es ineludible porque es universal; y el testimonio es mucho más elocuente debido a su majestuoso silencio.

De hecho, la vida del hombre se basa en la presuposición (aunque pueda ser instintiva y subconsciente) de que toda la realidad es una unidad coherente, que tiene sentido, que es un universo y no un embrollo, un cosmos y no un caos. El científico, por ejemplo, da por sentado que todos los hechos están interrelacionados, y que por ende, todo hecho tiene significado y un hecho lleva a otro, y además, que no puede haber tal cosa como un hecho desnudo o inconexo, lo que en sí mismo sería absurdo y, de hecho, inimaginable. Si la consistencia del universo no fuese un dato de la realidad, no solamente serían imposibles la investigación y los descubrimientos científicos sino que la totalidad de la existencia sería un absurdo caracterizado por una caótica carencia de significado. Nada tendría sentido. Las facultades lógicas de pensamiento y lenguaje serían desconocidas e inalcanzables. El diseño y la ejecución de planes serían inconcebibles, como lo sería la concepción misma. Sin embargo, como las cosas son como son, la lógica de la realidad es tal que el pensamiento racional, la comunicación, la planificación y la investigación pertenecen al esquema normal de la existencia humana. Vivimos, de manera instintiva, como seres racionales en un mundo racional. La totalidad, lo que nos incluye a nosotros mismos, lleva la estampa de la racionalidad de aquel que la diseñó y que la hizo existir.

Esta verdad acerca de Dios, conocida por cada hombre por el testimonio tanto del orden creado como por su propia constitución a la imagen de dios, y por tanto, al mismo tiempo, esta verdad acerca del hombre, es la verdad que constantemente debe ser afirmada en la apologética Cristiana. La base de todo pecado yace en la negativa o supresión de esta verdad en el arrogante reclamo del hombre a la autonomía en desafío a la autoridad soberana de su Creador.

El apologista Cristiano debe insistir en la certeza de la existencia y en la soberanía del Dios Todopoderoso. No debe jamás fijar su posición, aún con las mejores intenciones, sobre la misma base ocupada por la mente no regenerada; pues esa base, como hemos dicho, implica la negación del Creador y por consiguiente la negativa, por parte del no creyente, de su propia condición de criatura, es decir, la negación de la esencia misma de su ser y el trastorno de la relación entre su Creador y la criatura la que es la única que puede darle significado a su existencia. Esta es una posición de falsedad e irracionalidad, y como tal no puede ser adoptada ni condonada, incluso de manera temporal por el Cristiano. Dios es el gran hecho fundamental y dinámico y se halla por encima de todos los demás hechos.

No puede haber incertidumbre con respecto a Dios.

Nada es más destructivo para la dignidad e integridad del hombre que saber la verdad acerca de Dios y aún así suprimirla, y es importante que el apologista Cristiano tenga un claro entendimiento de las terribles consecuencias de la supresión de esta verdad fundamental. Estas son claramente descritas en el pasaje que estamos considerando. Pero, antes de enumerarlas, se debe enfatizar que no es solo una cuestión del rechazo mental de la verdad, pues lo que está involucrado es nada menos que la rebelión de la totalidad del hombre, el hombre en la totalidad de su ser, mente, emoción y voluntad, en contra de Dios.
Es la negativa de darle a Dios la gloria que le es debida. Se trata de la más flagrante ingratitud. “Aunque conocieron a Dios,” dice el Apóstol, “no le honraron como Dios ni le dieron gracias.” Esta es la raíz de la difícil situación del hombre que ha producido la trágica cosecha de la alienación humana y su condición caída. Las funestas consecuencias de la supresión de la verdad con respecto a Dios por parte del hombre se pueden resumir bajo los siguientes encabezados:

(1)  Inutilidad intelectual: “todo su pensamiento ha terminado en futilidad” (New English Bible); “convirtieron en un sin sentido la lógica” (Biblia de Jerusalén).

(2)  Oscuridad Espiritual: “sus mentes insensatas fueron entenebrecidas” (Revised Standard Versión); “sus mentes equivocadas se hundieron en la oscuridad” (New English Bible).

(3)  Insensatez al extremo: “afirmando ser sabios, se hicieron necios” (Revised Standard Versión); “mientras más se llamaban a sí mismos filósofos, más insensatos se volvieron” (Biblia de Jerusalén). Sin embargo, ¿qué más podía esperarse de aquellos que han “cambiado la verdad de Dios por la mentira?”

(4)  Religión falsa: Esto se ve en la proliferación de la idolatría en todas sus manifestaciones, ya sea la burda (“cambiaron la gloria del Dios incorruptible en semejanza de imagen de hombre corruptible, de aves, de cuadrúpedos y de reptiles”) o sofisticada (“adoraron y sirvieron a la criatura antes que al Creador”) como se muestra en las perspectivas del egocentrismo, el humanismo, el hedonismo, el materialismo, el intelectualismo, y así sucesivamente.

(5)  Inmoralidad abierta: Los efectos degradantes del motín del hombre contra Dios involucran no solamente a su mente y espíritu sino también su cuerpo. De hecho, nada podría ser más elocuente de la profundidad de la condición caída del hombre que la sustitución de la lujuria de la carne por la carne en lugar del amor de la criatura por su Creador. Esta depravación se muestra en la práctica no simplemente de la fornicación y el adulterio sino también de todos los tipos de perversión y vicios antinaturales. De modo que nuestro pasaje afirma que “Dios los entregó a la inmundicia, en las concupiscencias de sus corazones, de modo que deshonraron entre sí sus propios cuerpos…”

(6)  Depravación social: Esta podredumbre infecta inevitablemente la sociedad humana en general y es destructiva de aquellos estándares y estructuras que son esenciales para el mantenimiento de la decencia y la dignidad de la existencia civilizada. Esto, una vez más, lo describe gráficamente el Apóstol:

Y como ellos no tuvieron a bien el reconocer a Dios, Dios los entregó a una mente reprobada, para hacer cosas impropias, estando atestados de toda injusticia, fornicación, perversidad, avaricia, maldad; llenos de envidia, homicidio, contienda, engaño y malignidad; murmuradores, detractores, aborrecedores de Dios, insolentes, orgullosos, jactanciosos, inventores de maldades, desobedientes a los padres, necios, desleales, sin afecto natural, implacables, despiadados, quienes, a pesar de conocer el veredicto de Dios, que los que practican tales cosas son dignos de muerte, no sólo las hacen, sino que también se complacen con los que las practican (Rom 1:28-32).

  Tal lejos se halla esto de estar fuera de moda y de ser irrelevante que su aplicabilidad en nuestra tan pregonada civilización occidental (la cual, a pesar de la brillantez de una multitud de logros tecnológicos, se enfrenta ahora cara a cara con la desintegración desde dentro) es tan alarmantemente obvia como para no necesitar elaboración. Esto es cierto de nuestro mundo infeliz como un todo: en nuestra cercanía y conciencia mutua experimentadas a través de las maravillas de los medios modernos de transporte y comunicación, la verdad de la situación humana, tal y como se describe en este pasaje, es más descarnada que nunca.

IV. 1 Corintios 2:14

Sin embargo, la difícil situación del hombre es mucho más complicada por el hecho que se halla incapacitado para ver las cosas como realmente son. Es incapaz de discernir la realidad de la situación humana, la cual, por supuesto, incluye su propia situación. Pero esta incapacidad no es una incapacidad de constitución; es una incapacidad por elección. Ha escogido la mentira en lugar de la verdad, la oscuridad en lugar de la luz, la muerte en lugar de la vida. A diferencia del ciego quien desea ver el sol pero no puede debido a su mal, él
es incapaz de ver porque ha cerrado de manera deliberada sus ojos a la fuente de la vida y de la luz. Conoce la verdad sobre su Creador, y por ende, sobre sí mismo, como ya hemos explicado, pero no quiere saberla de modo que la erradica; cierra sus ojos ante ella; corta la línea vital de su relación con Dios y en consecuencia se encuentra a la deriva en un océano de irrealidad y alienación. Es él quien se ha incapacitado a sí mismo. Esta es la tragedia del hombre “natural” de este pasaje. Sería más apropiado llamarle el hombre antinatural, y es bueno que la traducción del Rey Jacobo1, a pesar de su larga difusión como un término teológico prácticamente técnico, haya sido abandonado por las versiones modernas a favor de la expresión “el hombre no espiritual”; pues el adjetivo ψυχικός, y hay que reconocer que es difícil de traducir aquí, describe al hombre como caído, degenerado, no regenerado, porque ha preferido ψυχή, la existencia animal, al πνευμα, el Espíritu de Dios, como el principio de su ser.

Por consiguiente, el hombre no regenerado encuentra inaceptables “las cosas que son del Espíritu de Dios”; las rechaza como tonterías porque no se ajustan a su marco de referencia seleccionado. “Y no las puede conocer, porque se han de discernir espiritualmente.” Su espíritu es el espíritu del mundo, pero estas grandes realidades son conocidas solamente por el Espíritu de Dios y por aquellos a quienes Él las revela (vss. 10-13). El hombre ha vuelto al hombre degenerado e incapaz de responder y regresar a la luz de la verdad respecto a Dios y a sí mismo; su gran necesidad es la experiencia de la regeneración; su única esperanza es la obra transformadora del Espíritu Santo de Dios en el centro mismo de su ser.

V. Efesios 2:1-10

La incapacidad del hombre por el pecado no es sólo un asunto de grado. Es total y última. Los efectos del pecado son letales. El predicamento humano no podría ser más serio de lo que es. Esa es la razón por la cual este pasaje describe al hombre en su condición caída como estando “muerto en sus delitos y pecados” (cf. Rom. 6:23). El hombre muerto está totalmente incapacitado; no hay absolutamente nada que pueda hacer. Así también el hombre no regenerado está muerto para con Dios; no hay nada en lo absoluto que pueda hacer para producir su regeneración. Este es el trasfondo adecuado del Evangelio. Aparte de él la encarnación y la cruz de Cristo no tienen sentido. La incapacidad del pecador es vencida por el amor omnipotente de Dios. En Cristo el nuevo nacimiento es una realidad triunfante; el nuevo hombre en Cristo le debe todo a la gracia, la gracia de Dios libre, inmerecida y soberana. Por consiguiente, el Apóstol Pablo les recuerda a sus conversos efesios que, antes de su respuesta al Evangelio vivían “en otro tiempo en los deseos de nuestra carne, haciendo la voluntad de la carne y de los pensamientos,” y “éramos por naturaleza hijos de ira, lo mismo que los demás,” pero que Dios, quien es rico en misericordia y movido por la grandeza de su amor por ellos, les dio vida, aún cuando estaban muertos en sus pecados, juntamente con Cristo. No es de extrañarse entonces que él hable de “las abundantes riquezas de su gracia en su bondad para con nosotros en Cristo Jesús.” La gloria le pertenece completamente a Dios.
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