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sábado, 25 de junio de 2016

Cuando entré en tu casa, no me diste agua para los pies, pero ella me ha bañado los pies en lágrimas y me los ha secado con sus cabellos. Tú no me besaste, pero ella, desde que entré, no ha dejado de besarme los pies. Tú no me ungiste la cabeza con aceite, pero ella me ungió los pies con perfume.

RECUERDA Por eso, el que tiene este cargo ha de ser irreprensible debe ser apto para enseñar;no un neófito, no sea que envaneciéndose caiga en la condenación del diablo. 1Timoteo3:2,6




PASTOS FRESCOS PARA TU CONGREGACIÒN. ALIMENTA A LAS OVEJAS
Una mujer pecadora recibe perdón
Lucas 7:36-50
36 Uno de los fariseos le pidió que comiera con él; y cuando entró en la casa del fariseo, se sentó  a la mesa.
37 Y he aquí, cuando supo que Jesús estaba a la mesa en casa del fariseo, una mujer que era pecadora en la ciudad llevó un frasco de alabastro con perfume.
38 Y estando detrás de Jesús, a sus pies, llorando, comenzó a mojar los pies de él con sus lágrimas; y los secaba con los cabellos de su cabeza. Y le besaba los pies y los ungía con el perfume. 39 Al ver esto el fariseo que le había invitado a comer, se dijo a sí mismo:
—Si éste fuera profeta, conocería quién y qué clase de mujer es la que le está tocando, porque es una pecadora.
40 Entonces, respondiendo Jesús le dijo:
Simón, tengo algo que decirte.
El dijo:
—Di, Maestro.
41 -Cierto acreedor tenía dos deudores: Uno le debía quinientos denarios,  y el otro, cincuenta.
42 Como ellos no tenían con qué pagar, perdonó a ambos. Entonces,  ¿cuál de éstos le amará más?
43 Respondiendo Simón dijo:
—Supongo que aquel a quien perdonó más.
Y él le dijo:
Has juzgado correctamente.
44 Y vuelto hacia la mujer, dijo a Simón:
¿Ves esta mujer? Yo entré en tu casa, y no me diste agua para mis pies; pero ésta ha mojado mis pies con lágrimas y los ha secado con sus cabellos. 45 Tú no me diste un beso, pero desde que entré, ésta no ha cesado de besar mis pies. 46 Tú no ungiste mi cabeza con aceite, pero ésta ha ungido mis pies con perfume. 47 Por lo cual, te digo que sus muchos pecados son perdonados, puesto que amó mucho. Pero al que se le perdona poco, poco ama. 
48 -Y a ella le dijo-: Tus pecados te son perdonados. 
49 Los que estaban con él a la mesa comenzaron a decir entre sí:
—¿Quién es éste, que hasta perdona pecados?
50 Entonces Jesús dijo a la mujer:
Tu fe te ha salvado; vete en paz. 

La mujer que enjugò sus làgrimas en los pies de Jesùs

LOS DOS DEUDORES 
(Lucas 7:36-50)

Este diálogo-parábola, que a simple vista parece sencillo, encierra dos cossa extraordinaris:

  1. Una belleza artística y 
  2. Una complejidad teológica dignas de estudio. 
Como la parábola del camello y el ojo de la aguja (Lc 18:18-30), este texto aparece a modo de parábola breve en medio de un diálogo teológico.

La cultura y la acción se solapan para dar forma a la Teología. Por tanto, hemos de examinar la parábola a la luz de estos dos factores.

Analizaremos la estructura global de las siete escenas y estudiaremos de forma detallada cada una de esas partes.

Empecemos, pues, por la estructura general:

El esquema general del mosaico teológico de esta parábola vendría a ser el siguiente:
  1. Introducción (el fariseo, Jesús, la mujer)
  2. La mujer derrama su amor (entrando en acción)
  3. Un diálogo (Simón juzga erróneamente)
  4. Una parábola
  5. Un diálogo (Simón juzga acertadamente)
  6. La mujer derrama su amor (en retrospectiva)
  7. Conclusión (los fariseos, Jesús, la mujer)
El texto completo, compuesto por siete estrofas, se correspondería con el siguiente esquema:

INTRODUCCIÒN
Lucas 7:36-37
ESCENA 1:
36Uno de los fariseos le pidió que comiera con él; y cuando entró en la casa del fariseo, se sentó  a la mesa.

ESCENA 2:
37 Y he aquí, cuando supo que Jesús estaba a la mesa en casa del fariseo, una mujer que era pecadora en la ciudad llevó un frasco de alabastro con perfume.

La estructura de la acción en estas siete estrofas es bien visible: las ideas principales se repiten en la segunda mitad de la estructura (diferenciándose de forma significativa en ambos casos de la primera mitad). Vemos que en la repetición se usa el principio de inversión. La parábola aparece en el centro climático (a modo de clímax). Ahora, vamos a examinar cada una de estas secciones.

INTRODUCCIÓN (Escena 1)
Uno de los fariseos invitó a Jesús a comer,
así que fue a la casa del fariseo y se sentó a la mesa.

Ahora bien, vivía en aquel pueblo una mujer que tenía fama de pecadora.
En estos primeros versos ya se nos presenta a los tres personajes principales.

  • Se nos habla del fariseo (unos versos después descubrimos que su nombre es Simón); 
  • de Jesús, que acepta la invitación; y 
  • de una mujer, «que tenía fama de pecadora». 
En Lucas 15:1-2 encontramos una presentación similar (los fariseos, Jesús y los pecadores).
En Lucas 15:11, la parábola del hijo pródigo empieza con las siguientes palabras: «Un hombre tenía dos hijos». De nuevo, una presentación de los tres personajes en la primera línea de la parábola.

No se nos dice nada sobre el momento en el que se dio esta invitación.
El comentario que Jeremias hace sobre esta cuestión es muy útil:
Podemos concluir … que a la historia precede probablemente una predicación de Jesús, que ha impresionado a todos, al anfitrión, a los invitados y también al huésped intruso, la mujer (Jeremías, Parábolas, 156, p. 126 de la edición en inglés).

Esta sugerencia encaja con todos los detalles de la historia y es la mejor propuesta que he encontrado, así que en ella nos basaremos.

  • Jesús predica. 
  • Le invitan y él acepta. 
  • Estamos en la escena del banquete, que le añade a la trama un colorido especial. De esta historia podemos inferir que el fariseo, a diferencia del asceta de Qumrán, no comía solo con los de su comunidad, aislados de todos los demás. No obstante, como Neusner nos recuerda, «Los rituales de pureza eran obligatorios antes de cada una de las comidas» (Neusner, 340). 
La cuestión es que el fariseo, durante la comida, estaba en contacto con personas que no eran fariseas, y:
Este hecho hace que las reglas de pureza y las restricciones alimenticias fueran mucho más importantes, porque esas eran las marcas que diferenciaban a los fariseos de la gente que les rodeaba (Ibíd.).

Por tanto, cuando el fariseo se disponía a comer, debía alejarse de la comida y de la gente impura. Ese es el mundo en el que Jesús entra cuando acepta aquella invitación.

Además, como Safrai observa en su descripción de la religión de la Palestina del siglo I, había grupos con intereses comunes que formaban asociaciones religiosas, haberim, y organizaban comidas en las que se dedicaban también al estudio religioso.

En particular estudiaban la Torá y a veces seguían hasta altas horas de la noche discutiendo, o escuchando las lecciones de su maestro o de un sabio itinerante (Safrai, JPFC, II, 803ss.).

Quizá nuestra parábola encaje con ese tipo de situación. Jesús, un «sabio itinerante», es invitado a una comida con los intelectuales de la ciudad. Todos esperan tener la oportunidad de enzarzarse en un debate teológico. Nadie se habría imaginado lo que iba a ocurrir.

Se nos dice de forma críptica que «entró» y «se reclinó». Cuando los Sinópticos hablan de «reclinarse» en una comida en la casa de alguien, están haciendo referencia a un banquete (Jeremias, Palabras, 48ss. de la edición en inglés).

Al final de la escena se menciona a otros invitados, por lo que podemos deducir que se trataba de una ocasión relativamente formal, en la que se desempeñarían los roles esperados entre invitados y anfitrión.

Tristram, un inteligente viajero del siglo XIX, describe de forma detallada algunos de los elementos culturales de Oriente Próximo que este texto da por sentado:
… el entretenimiento es una cuestión pública. La verja del patio y la puerta … quedan abiertas…. Colocan una mesa baja y larga, o si no tan solo los fantásticos platos de madera, que se ponen a lo largo del centro de la sala y, a los lados, sillones bajos en los que los invitados, colocados por orden según su rango, se reclinan, apoyándose sobre su hombro izquierdo, con los pies hacia el lado contrario de donde está la mesa. Al entrar, todos se quitan el calzado y lo dejan en la entrada. Los sirvientes se sitúan detrás de los divanes y colocan una palangana, ancha y bajita, para recoger el agua que echan sobre los pies de los invitados. Omitir esta señal de cortesía sería transmitir al visitante que se le considera de un rango inferior … Detrás de los sirvientes, los haraganes de la ciudad se amontonan para curiosear, y no se les impide (Tristram, 36-38).

Las observaciones de Tristram explican cómo es que la mujer logró entrar en la casa y cómo es que pudo situarse detrás de Jesús, a sus pies.

Safrai también ha documentado este tipo de escena en su tratado sobre el hogar y la familia en la Palestina del siglo I.

Siguiendo la costumbre que había entre los griegos, los comensales se reclinaban sobre divanes individuales … Esos divanes se utilizaban tanto para comidas normales como para banquetes ceremoniales (Safrai, JPFC, II, 736).

Dalman hace la misma observación y encuentra documentación en el Talmud (Dalman, Words, 281; P. T. Berakhot 12b). También, Ibn al-Tayyib, un famoso erudito iraquí del siglo XI, al escribir un comentario en árabe sobre este texto observa:
Y la expresión «a sus pies» y la expresión «ella estaba detrás de él» responden a que él estaba reclinado con las piernas levemente dobladas con los pies hacia atrás, y si ella estaba «de pie detrás de él», eso hace que estuviera a sus pies (Ibn al-Tayyib, folio 89v).

Ibn al-Salibi, otro famoso comentarista de Oriente Próximo, que escribía en siríaco en el siglo XII, habla de la importancia de que ella se colocara a sus pies.
Ella se coloca detrás de él porque está avergonzada de verle la cara, porque él conoce sus pecados, y por el respeto que ella le tiene (Ibn al-Salibi, 98).

Además, los pies siempre se colocan hacia atrás, debido a la naturaleza impura y ofensiva que tienen en la cultura oriental, desde tiempos inmemorables hasta el presente.

En el Antiguo Testamento, la victoria final del vencedor y el insulto para los vencidos era convertir al enemigo en estrado para los pies (cf. Sal 110:1). Al odiado Edom se le dice: «sobre Edom arrojo mi sandalia» (Sal 60:8; 108:9). A Moisés se le obliga a que se quite el sucio calzado ante la zarza ardiente, porque estaba pisando tierra santa (Éx 3:5).

Juan el Bautista usa la ilustración de desatarle las sandalias para expresar su completa indignidad ante la presencia de Jesús (Lc 3:16). A medida que la acción avanza, este escenario es crucial en lo que al huésped intruso, la mujer, se refiere.

Así, el escenario exterior está claro. Jesús es famoso y la comunidad le ha oído hablar. Se le invita a un banquete para seguir debatiendo. En este tipo de escenas en el Oriente Próximo tradicional, las puertas quedaban abiertas y la gente de la calle podía entrar libremente. Jesús y los otros invitados están reclinados en los bajos divanes, listos para comer. No obstante, en esa escena falta algo.

Como Tristram observa, el anfitrión no le había lavado los pies a Jesús y eso tenía un gran significado en aquel mundo, y también para nuestra historia. Pero eso no es todo. Jesús tampoco ha recibido un beso a modo de saludo. De nuevo, el comentario de Tristram, escrito en el año 1894, es muy útil:
Aparte de omitir el agua para sus pies, Simón no había besado a Jesús. Recibir a un invitado hoy y no darle un beso en la mejilla cuando entra es una señal de desprecio, o al menos una demostración de que se le considera de un estrato social inferior (Tristram, 36-38).

Continúa explicando cómo una vez, en el interior de Túnez, recibió una invitación y, en medio del banquete, su sirviente le dijo al oído que no se fiara de su anfitrión, porque no le había dado un beso al entrar. Tristram observa que la advertencia de su sirviente fue increíblemente «oportuna» (Ibíd., 38).

Está claro que el saludo formal en tiempos de Jesús era de vital importancia. Windisch define el verbo «saludar» como «abrazar» y observa que puede significar tanto el abrazo de un saludo como el abrazo erótico del amante (Windisch, TDNT, I, 497).

También comenta lo siguiente: «Ofrecer a un rabino el aspasmos (saludo) que ellos codiciaban era el impulso de todos los judíos piadosos» (Ibíd., 498). En esta historia, a Jesús se le identifica como un rabino (maestro). Por tanto, desde la perspectiva de la cultura de aquel entonces, el hecho de que aquel fariseo no besara a Jesús fue una falta muy grave (contra Marshall, 306, 311). Este anfitrión tampoco realizó la unción con aceite, pero es muy probable que eso no fuera tan ofensivo; aunque sí era una práctica común (cf. Dt 28:40; Rt 3:3; Sal 23:5; Judit 16:8).

Por tanto, queda claro que lo que ocurre no es que la narración de esta historia pase por alto los rituales comunes, sino que fue el anfitrión el que no los realizó.

Incluso en sociedades orientales menos formales, cuando un invitado entra en la casa también hay ciertas tradiciones, como por ejemplo:

  1. Palabras de bienvenida al abrir la puerta y una invitación a entrar.
  2. Tomar los abrigos de los invitados y colocarlos en un lugar preparado para el efecto.
  3. Invitar a tomar asiento.

Si en un banquete y ante la llegada de un invitado de honor no se siguieran estas normas, sería un insulto. Como dice Scherer, que en el siglo XIX vivió durante un largo periodo en Oriente Próximo: «Simón violó las costumbres de hospitalidad» (Scherer, 105). La importancia de estas omisiones y la reacción de Jesús se irán haciendo evidentes a medida que avancemos.

La traducción tradicional de la expresión inicial que describe a la mujer es: «Entonces una mujer de la ciudad, que era pecadora» (RV60). Algunas traducciones árabes tempranas, incluida la Hibat Allah Ibn al-Assal, dice: «Y una mujer que era una pecadora en la ciudad …». Esta traducción es gramaticalmente legítima.

A través de estas traducciones árabes podemos ver que esta es la forma en la que muchos estudiosos cristianos de Oriente Próximo entendieron el texto en el primer milenio de la era cristiana. Estas traducciones árabes hablan de una mujer que participaba de forma activa en el pecado de la ciudad.

Este énfasis nos recuerda los dos aspectos que la expresión encierra. Se nos da una información clave sobre su estilo de vida: era una pecadora que comerciaba en la ciudad. Y, a la vez, se identifica cuál es su comunidad: vive en la ciudad.

Simón (como veremos más adelante) sabe perfectamente quién es esa mujer. Ella es parte de aquella comunidad (aunque es una marginada, y odiada por los grupos religiosos). Esta identificación de su comunidad es un dato importante para la tensión que se creará más adelante.

EN CASA DEL FARISEO: іUNA MUJER ENTRA EN ACCIÓN! (Escena 2)

  • Cuando ella se enteró de que Jesús estaba comiendo en casa del fariseo, llevando un frasco de alabastro lleno de perfume, y 
  • situándose a los pies de Jesús, y 
  • llorando, empezó a bañarle los pies con sus lágrimas.
  • Luego se los secó con los cabellos; también se los besaba y se los ungía con el perfume.

Se puede ver claramente el paralelismo invertido de las tres acciones que ejecuta la mujer. La mujer realiza tres acciones que tienen que ver con los pies de Jesús.

  1. Los lava, 
  2. los besa y 
  3. los unge. 
Y a cada uno de estos servicios se le asocian dos acciones. Si las organizamos en una secuencia lógica, quedaría de la siguiente forma:


Este arreglo invertido de los versos (a b c – c’ b’ a’) podría ser el curso natural de la historia. No obstante, he aquí una forma mucho más simple de describir la acción:

  • Ella entró y, 
  • colocándose a sus pies, 
  • empezó a bañárselos con sus lágrimas, y 
  • a secarlos con sus cabellos, y 
  • a besarlos y 
  • a ungirlos con el perfume que había traído.

Se describen seis acciones específicas y parece que el paralelismo invertido es deliberado. Además, el orden de las tres acciones (lavar, besar y ungir) se mantiene al final de la escena en las palabras que Jesús le dirige a Simón. En este último caso, el curso natural de las acciones sería:

  1. el beso al entrar en la casa; 
  2. el lavado de los pies; 
  3. la unción de la cabeza con aceite. 
Es significativo cómo se invierte el orden normal para que encaje con las acciones de la mujer. Las formas gramaticales también indican la naturaleza deliberada del paralelismo invertido.

En los tres primeros versos el texto griego contiene tres participios (trayendo, colocándose, llorando). En los tres últimos aparecen tres verbos en pasado (secó, besó, ungió).

Ehlen ha demostrado que en el Libro de Himnos de los Manuscritos del Mar Muerto el paralelismo de la construcción gramatical es una parte importante de la composición paralelística paralela de la poesía de los himnos (Ehlen, 33-85).

Por último, como veremos, (cf. la sección sobre la Escena 6), la descripción que Jesús hace de las acciones de la mujer también viene en forma de paralelismos poéticos.

Así, no nos sorprende encontrar paralelismos en la descripción de las primeras acciones, la que encontramos aquí al principio de la escena. Y su uso va más allá del interés artístico.

Cuando un autor bíblico usa la inversión de versos paralelos de forma deliberada, suele colocar el clímax en el centro. Eso es lo que ocurre aquí, pues en el centro aparece la mujer llorando y soltando su cabello.

Vamos a centrarnos en estos detalles.
En los banquetes en Oriente Próximo, la puerta de la casa queda abierta y, como hemos observado, hay mucho movimiento de gente que entra y sale.

La BTx traduce:
«Al enterarse de que estaba reclinado a la mesa en la casa del fariseo.», lo que indica que la mujer descubre dónde está Jesús después de que él ha entrado en la casa.

El tiempo pasado del verbo «estar» no aparece en el texto, y el «que» (gr. hoti) tiene más sentido si interpretamos que introduce una proposición en estilo directo, y no en estilo indirecto. La historia misma (cf. v. 45) nos dice que o bien entró en la casa con Jesús, o antes que él, puesto que ella entró en acción «desde que entré» (v. 45).

Parece pues que la historia da por sentado que ella había oído que a Jesús lo habían invitado a aquella casa. El versículo 37 dice que la siguiente noticia llegó a sus oídos:
«¡Está invitado a comer en la casa del fariseo!». Tomando algunos regalos, ella fue con él o antes que él a aquel lugar.

Sus regalos son una expresión de devoción a través de un sacramento de gratitud. Está claro que ella ya había planeado ungirle los pies, pues había ido preparada. Sin embargo, la acción de lavarle los pies no es premeditada, porque no tiene con qué secárselos y se ve obligada a usar sus cabellos.

Cuando aceptamos la información que nos da la misma historia de que ella ya está allí cuando Jesús llega, es fácil reconstruir qué la lleva a actuar así.

Jesús ha sido aceptado por aquella comunidad como rabino. Simón le llama (en el texto griego) «maestro», que es una de las palabras que Lucas usa para referirse a los rabinos (Dalman, Words, 336).

En Oriente Próximo, todos los invitados son tratados con gran deferencia; siempre fue así. Solo hemos de recordar la hospitalidad con la que Abraham recibió a los tres visitantes en Génesis 18:1-8. Levison, un cristiano hebreo de Palestina, describe la escena y su significado:
La estudiada insolencia de Simón hacia su invitado nos hace preguntarnos por qué invitó a Jesús a su casa.

El que recibe una invitación espera recibir un trato hospitalario. Cuando el invitado es un rabino, el deber de ofrecer hospitalidad es aún mayor. Pero Simón invitó a Jesús y luego violó todas las normas de hospitalidad …

En Oriente, cuando se invita a alguien, lo normal es recibirle con un beso. En el caso de un rabino, todos los hombres de la familia le esperan a la entrada de la casa y le besan las manos. Una vez dentro, lo primero de todo es lavarle los pies. Nadie hizo estas cosas por el Maestro. (Levison, 58ss.).

Esta mujer ha oído a Jesús proclamar que Dios ama a los pecadores con un amor incondicional. Estas buenas nuevas sobre el amor de Dios, que llega hasta una pecadora como ella, la han dejado abrumada y han puesto en ella un profundo deseo de ofrecer su gratitud.

Edersheim, otro cristiano hebreo, nos aporta más detalles. Traduce «ungüento» como «perfume» y dice: «las mujeres llevaban atado al cuello un frasco con ese perfume, que colgaba hasta debajo del pecho». Ese frasco se usaba «tanto para endulzar el aliento como para perfumarse» (Edersheim, Life, I, 566).

Es fácil entender lo importante que era un frasco así para una prostituta. Su intención era derramarlo todo sobre los pies de Jesús (¡ya no lo necesita!). Para ella, ungirle la cabeza sería algo impensable.

El profeta Samuel podía ungir la cabeza de Saúl y de David (1S 10:1; 16:3), pero una mujer pecadora no podía ungir la cabeza de un rabino. ¡Hacer algo así sería algo extremadamente presuntuoso!

Con este conmovedor gesto de gratitud en mente, gesto además con un profundo significado, la mujer es testigo del trato que Jesús recibe cuando entra en la casa de Simón, de cómo Simón decide deliberadamente no darle el beso ni lavarle los pies.

El malintencionado insulto hirió el alma de los invitados allí reunidos. Se ha declarado una guerra, y la gente está ansiosa por ver cuál será la reacción de Jesús.

Lo normal sería que, ofendido, hubiera dicho un par de frases sobre la falta de hospitalidad y, acto seguido, se hubiera marchado. Pero él se traga el insulto y el rechazo y se queda. Como si ya estuviera anunciando lo que había de pasar, «no abrió su boca».

Como ya vimos, la decisión de no lavarle los pies transmite «al visitante que se le considera de un rango inferior» (Tristram, 38).

La mujer no da crédito. ¡Ni siquiera le han dado el beso de bienvenida! Su gratitud y devoción se mezclan con un sentimiento de rabia. Olvida que está en presencia de un grupo de hombres que la desprecia. Aunque sabe que ella no puede darle el beso de bienvenida, pues solo lograría crear un malentendido. ¿Qué puede hacer? іAh! іLe besará los pies! Con valentía, se inclina, pero, como rompe a llorar, literalmente le baña los pies con sus lágrimas. ¿Y ahora qué? ¡No tiene toalla! Obviamente, Simón no le va a dar una. Así que se suelta el pelo para, haciendo uso de él, secarle los pies. Después de acariciarlos con sus besos (el verbo significa literalmente besar una y otra vez), derrama su precioso perfume sobre los pies del que anuncia el amor de Dios por ella, que está siendo rechazado por aquel grupo de hombres tan crueles.

Ella ofrece su amor e intenta compensarle por aquellos insultos que está recibiendo (contra Marshall, 306). En medio de todo eso, realiza un tierno gesto que puede ser malinterpretado. Se ha soltado el cabello, un gesto íntimo que una mujer honrada solo puede hacer delante de su marido.

El Talmud dice que un hombre se puede divorciar de una mujer si ella se suelta el pelo en presencia de otro hombre (cf. Tosefta Sota 59; P.T. Git 9:50d; citado en Jeremias, Parábolas, 156, n. 57, p. 126 de la edición en inglés). Por esa misma razón, en las zonas conservadoras del mundo islámico contemporáneo, no está permitido que un hombre sea peluquero de mujeres.

Aún más sorprendente es la evidencia del Talmud en relación con las regulaciones sobre la lapidación de una mujer inmoral. A los rabinos les preocupa que este tipo de mujeres logre que los sacerdotes tengan pensamientos no castos.

El texto dice lo siguiente:
El sacerdote la toma por la ropa, no importa si esta se rasga, hasta dejar al descubierto el pecho y soltarle el cabello. R. Judá dijo: si su pecho es bello no lo dejaba al descubierto, y si su pelo era lindo, no lo soltaba (B.T. Sanedrín 45a, Sonc., 294; cf. también Sota 8a, Sonc., 34).

Está claro que, para los rabinos, descubrir el pecho y soltar el cabello eran dos acciones de la misma categoría.

Para proteger a los sacerdotes de pensamientos impuros, solo se mencionan estos dos actos. Esto demuestra, por tanto, el significado de que una mujer se soltara el cabello en presencia de un grupo de hombres.

Este texto talmúdico nos hace pensar en el silencio que se debió de hacer en la sala cuando la mujer inmoral de nuestro texto se soltó el cabello ante Simón y sus invitados. Todos se percatan de la naturaleza provocativa de aquel gesto; sobre todo Simón, como veremos más adelante.

Dos de las acciones de la mujer, como hemos visto, eran respuestas espontáneas nacidas de lo que acababa de ocurrir ante ella. Pero lo cierto es que vino preparada para ungir los pies de Jesús con su perfume.

Lamartine, un viajero francés que en 1821 pasó por Oriente Próximo con una amplia comitiva, recibía en todos los lugares una calurosa bienvenida, digna de un príncipe. En sus escritos recoge que en el poblado de Edén, en las montañas del Líbano, al llegar le ungieron la cabeza con aceite (Lamartine, 371).

Pero aquí, la mujer unge los pies de Jesús.

Para poder entender esta extraordinaria acción volvemos a recurrir a los antiguos comentaristas árabes. Ibn al-Tayyib (siglo XI; además de comentarista, también era médico del califa de Bagdad) dice sobre este versículo:
«Pues en el pasado era costumbre que en la casa de reyes y sacerdotes se ungiera a los nobles con ungüento» (folio 89v).

Este apunte cultural es muy esclarecedor. Para ella, ungirle la cabeza hubiera sido extremadamente presuntuoso, como ya vimos anteriormente. Pero lo que sí podía hacer, como si de una sirviente se tratara, era ungirle los pies y así honrarle reconociendo su nobleza.

Por tanto, mientras el gesto de Simón transmite que para él Jesús era de un rango inferior, la acción de la mujer le otorga el honor que le rendían al noble que visitaba la casa del rey.

El acto de besarle los pies no solo sirve para ofrecer lo que Simón le había negado, sino que también es un gesto público de gran humildad y de una devoción absoluta.

De nuevo, la obra de Jeremias es iluminadora pues recoge una ilustración talmúdica de un hombre acusado de asesinato que besa los pies de su abogado porque ha logrado que le absuelvan (Jeremias, Parábolas, 156, n. 55, p. 126 de la edición en inglés).

Resumiendo pues, movida por la hostilidad que Jesús recibe de parte de su anfitrión, esta mujer marginada explota y ejecuta uno tras otro tres gestos, a cual más chocante.

Esos hombres se están burlando de aquel al que ella quiere mostrar su más profunda devoción. Con sus lágrimas le lava los pies y, con increíble gesto de intimidad, se suelta el cabello para secarle los pies. Como no se considera digna de besarle las manos, le besa los pies una y otra vez. Un perfume costoso que normalmente usaba para estar atractiva (para sus clientes, quizá) baña los pies de Jesús.

Puede que con este gesto también esté dándole el tributo que se les daba a los nobles que llegaban a la casa de un rey. Toda esta escena tiene lugar en silencio; las palabras no tienen cabida ante tales expresiones de devoción y gratitud. A continuación, de forma automática y natural, se pasa a la respuesta de Simón, el anfitrión.

A Simón las cosas no le están saliendo como había planeado. Su falta de hospitalidad ha dado lugar a un acto de devoción sin precedentes. Ahora, la reacción de un hombre sensible hubiera sido disculparse humildemente ante su invitado y darle gracias a la mujer por haber hecho lo que debería haber hecho él. Pero Simón no actúa así.

UN DIÁLOGO: SIMÓN JUZGA ERRÓNEAMENTE (Escena 3)
Al ver esto, el fariseo que lo había invitado dijo para sí:
«Si este hombre fuera profeta, sabría
quién es la que lo está tocando, y qué clase de mujer es:
una pecadora.»
Entonces Jesús le dijo a manera de respuesta:
«Simón, tengo algo que decirte.»
«Dime, Maestro», respondió.

En la escena 1, los personajes principales aparecen en el orden siguiente:

  1. el fariseo, 
  2. Jesús y, por último, 
  3. la mujer. 
Ahora vuelven a aparecer en el mismo orden.
Primero se menciona al fariseo, no como un hombre humilde que confiesa que no ha sido un buen anfitrión, sino como alguien que se considera digno para criticar la validez de las palabras proféticas del joven rabino y el estado espiritual de la mujer. 

Ha sido testigo de la dramática escena que aquella mujer ha protagonizado. Él solo ha sido capaz de ver a una mujer inmoral que se ha soltado el cabello y que, a través del tacto, ha contaminado a uno de sus invitados, quien, al parecer, no se ha dado cuenta de la gravedad del asunto. 

De nuevo, estamos ante una escena altamente dramática. Simón protagoniza lo que en una función teatral llamaríamos un «aparte». 

El fariseo pronuncia un soliloquio que es, de hecho, muy revelador, pues nos deja entrever cuál fue su intención al invitar a Jesús: 
Probar si Jesús era lo que decía ser, un profeta. Su forma de expresarse demuestra desprecio; en el original, se refiere a Jesús como «éste» (Plummer, 211). 

La palabra clave es «tocando». El término griego se puede traducir por «tocar» y por «encender un fuego». La palabra «tocar» se usa a veces en el vocabulario bíblico para referirse a la relación sexual (Gn 20:6; Pr 6:29; 1Co 7:1). 

Está claro que eso no es a lo que aquí se refiere, pero el uso que Simón hace de esta palabra en este contexto tiene connotaciones claramente sexuales. 

Está diciendo que en su opinión han presenciado una escena del todo inadecuada y Jesús, si realmente fuera un profeta, habría sabido quién era ella y (por descontado) habría rechazado las atenciones de una mujer así. 

Está claro; Simón no ha sabido ver lo que ha tenido lugar ante sus ojos. Jesús sí sabe quién es esa mujer (cf. v. 47). Sus caricias no son las de una mujer impura, sino que son la muestra de amor de una mujer arrepentida. 

Simón no se goza ante esta muestra de arrepentimiento y, aunque las acciones de esta mujer sacan a la luz aquello que él no ha hecho, no muestra remordimiento alguno. Su reacción es ser aún más hostil hacia su invitado. Y, curiosamente, Simón también sabe quién es ella. El conocimiento que Jesús tiene de ella es una evidencia más de que en esta historia se da por sentado que Jesús y la mujer habían tenido algún contacto antes de que se diera este incidente. 

Simón solo la conoce como una mujer inmoral. Esto no significa que Simón hubiera hecho uso de sus servicios. En aquellos poblados de Oriente era normal saber quiénes eran las mujeres inmorales: era algo que toda la comunidad conocía. Pero toda la escena nos demuestra que a Simón no le importa su restauración.

Otra vez, Ibn al-Tayyib hace una observación inteligente. Cuando comenta por qué Jesús aceptó la invitación, dice: «Él va con la esperanza de que él (Simón) acepte el arrepentimiento de la mujer» (Ibn al-Tayyib, folio 89v). Así, Ibn al-Tayyib también insinúa que Jesús ha tenido contacto con ella antes y que ella viene para mostrarle gratitud por el regalo del perdón. De hecho, Ibn al-Tayyib se atreve a sugerir que esta mujer ha hablado con la mujer samaritana de Juan 4. 

Aunque no podemos estar seguros, su sugerencia nos hace pensar en cuál es el tema central de esta escena. Claramente, esta mujer está dando un giro a su vida, un giro radical. La historia no da pie a albergar dudas sobre la autenticidad de su arrepentimiento. Sin embargo, también se nos dice que ella reside en esa misma población y que está claro que Simón la conoce. Si Simón y sus otros amigos religiosos no aceptan la autenticidad de su arrepentimiento, la restauración de esa mujer no va a ser total, pues la comunidad hará lo que los religiosos digan. La oveja perdida vuelve al rebaño. El hijo pródigo vuelve a la familia. Zaqueo es «también un hijo de Abraham» y, según Jesús, ya no se le puede rechazar (Lc 19:9). Así que, aquí, Simón tiene que ver la autenticidad de ese arrepentimiento para que la mujer pueda ser de nuevo aceptada en la comunidad. No importa si creemos que Ibn al-Tayyib no tiene razón en cuanto a la primera escena. Su aportación para esta tercera escena es altamente válida.

En este momento, Simón hace una afirmación que es crucial para el desenlace de la historia, y crucial también para que podamos entenderla. El fariseo rechaza la validez del arrepentimiento de la mujer. Aún es una «pecadora» (v. 39). Las caras largas que hay en la sala dejan claro que ella (a pesar de la conmovedora demostración de sinceridad) sigue siendo vista como una pecadora. ¿Qué hacer? El propósito de la parábola y del diálogo que sigue puede entenderse como un intento deliberado de romper con las actitudes hacia los «pecadores» y los «piadosos» que había en aquella sociedad, y de hacer posible que esta mujer pudiera entrar a formar parte de una comunidad caracterizada por el amor, la aceptación y la preocupación por los demás.

Ahora es el turno de Jesús. Cualquier maestro «piadoso» en cualquier época habría rechazado a la mujer. Jesús acepta sus expresiones de amor con el pleno conocimiento de que Simón y sus amigos las rechazan y, además, las malinterpretan. Ahora que el diálogo avanza hacia el clímax que se encuentra en la breve parábola, Jesús dice: «Simón, tengo algo que decirte».

Plummer da por sentado que Jesús está pidiendo permiso para hablar (Plummer, 211). No obstante, en la actualidad, en los poblados de todo Oriente Próximo esta expresión se utiliza para introducir algo que el oyente probablemente no quiera oír. Eso es precisamente lo que ocurre en esta escena, así que esta última interpretación encaja perfectamente con la forma en la que se desarrolla el diálogo.

Al dirigirse a Jesús con el título de rabí/maestro, Simón está confesando indirectamente que no ha sido un buen anfitrión. Si ese hombre es digno de ser llamado maestro, también es digno del honor debido a alguien que ostenta ese título. Y Simón no lo ha tratado como tal. Las palabras que Jesús escoge cuidadosamente vienen en forma de una breve parábola cuya estructura examinaremos a continuación.

Como hemos visto, Lucas 18:18-30 también consiste en un diálogo que tiene una breve parábola en el medio. En ambos pasajes, la parábola viene con una estructura literaria bien simple. Los deudores y el prestamista aparecen en los dos primeros versos, y otra vez (pero con una diferencia) en los dos últimos.

En el centro se nos explica qué diferencia hay entre el uno y el otro, diferencia que es crucial para el desenlace de la historia. La estructura es tan simple que lo más probable es que la estructura no encierre ninguna intención concreta. No obstante, contribuye a la composición literaria del pasaje en general. La idea está clara.

El verbo que traducimos por «perdonó» es el verbo paulino «ofrecer gracia». Los dos deudores tienen una necesidad a la que no pueden hacer frente. Ambos reciben la misma gracia. La única diferencia entre ellos dos aparece en la mitad de la parábola. Pero son iguales en cuanto a que tienen una deuda (al principio), son incapaces de hacerle frente y ambos necesitan un acto de gracia (al final de la parábola).

Aquí tenemos un precioso juego de palabras que sirve para darle una mayor intensidad al pasaje. No es este el único pasaje con un juego de palabras así. En Lucas 16:9-13, justo en el medio, hay un juego de palabras muy hábil que aparece cuando el pasaje se retrotraduce al arameo del siglo I (cf. Bailey, Poet, 112-14).

El presente histórico que encontramos aquí en el versículo 40 es una evidencia más de la existencia de una tradición pre-lucana (cf. Jeremias, Palabras, 150ss. de la edición en inglés). Black ha identificado un juego de palabras similar en este pasaje (Black, 181-83).

La mujer es una pecadora; la parábola es sobre deudores y prestamistas; y la conversación pasa a centrarse en los temas del pecado y el amor. Black hace una lista del equivalente arameo de estas palabras:
En arameo, la palabra hobha significa tanto deuda como pecado. Podemos verlo también en las dos versiones del Padrenuestro (Mt 6:12; Lc 11:4) y en la parábola de Pilato y de la torre (Lc 13:2, 4; cf. p. 138 más adelante).

Jesús usa este juego de palabras para comparar y establecer un contraste entre, de un lado, la mujer pecadora (hayyabhta) y su pecado (hobha) y, al otro lado, Simón, que está en deuda (bar hobha) con la sociedad y no ha sabido amar (habbebh). Esta comparación (ambos son pecadores) y contraste (la una ama, el otro no) se convierte en el centro del diálogo.

UN DIÁLOGO: SIMÓN JUZGA ACERTADAMENTE (Escena 5)
Ahora bien, ¿cuál de los dos lo amará más?»
«Supongo que aquel a quien más le perdonó»,
contestó Simón.
«Has juzgado bien»,
le dijo Jesús.

Mediante el método socrático, algo modificado, Simón se ve obligado a pensar y llegar por sí mismo a la conclusión que Jesús tiene en mente. Jesús le hace una pregunta; Simón se ve acorralado y su débil «supongo …» denota que, a regañadientes, «reconoce que ha caído en una trampa» (Marshall, 311).

Aunque Simón no logra entender la profundidad de lo que acaba de ocurrir delante de él, la lógica de la parábola habla de forma muy clara. En la parábola, el amor es una respuesta ante un favor inmerecido, es decir, una respuesta ante un acto de pura gracia. Después de establecer este principio, Jesús hace una aplicación volviendo a mencionar las acciones de la mujer, y deja impactados a los invitados (y al lector) al elogiar la valentía de la pecadora.

EN CASA DEL FARISEO: іUNA MUJER ENTRA EN ACCIÓN! (Escena 6)

Luego se volvió hacia la mujer y le dijo a Simón:
«¿Ves a esta mujer? Cuando entré en tu casa, no me diste agua para los pies,
pero ella me ha bañado los pies en lágrimas y me los ha secado con sus cabellos.
Tú no me besaste,
pero ella, desde que entré, no ha dejado de besarme los pies.
Tú no me ungiste la cabeza con aceite,
pero ella me ungió los pies con perfume.
      Por esto te digo:
si ella ha amado mucho, es que sus muchos pecados le han sido perdonados.
Pero a quien poco se le perdona, poco ama.»
Entonces le dijo Jesús a ella: «Tus pecados quedan perdonados.»

En el Evangelio de Lucas se usa varias veces el paralelismo entre un hombre y una mujer. En Lucas 4:25-27, dos héroes de la fe sirven para ilustrar el tipo de personas que responde con fe y recibe los beneficios de la gracia de Dios. Uno es una mujer (la viuda de Sarepta) y el otro un hombre (Naamán el sirio). En Lucas 13:10-17 encontramos la curación de una mujer en sábado. Y en Lucas 14:1-6, lo mismo le ocurre a un hombre. En cada uno de estos casos, la conversación menciona el trato que se le daba a los bueyes y a los burros.

La estructura literaria del relato de los viajes de Jesús tiene su paralelo en estas dos historias (Bailey, Poet, 79-85). En Lucas 11:5-8 vemos a un hombre que se encuentra en una situación adversa y recibe respuesta a sus ruegos. En Lucas 18:1-5 aparece una parábola similar, pero en este caso con una mujer como protagonista. Estos dos textos también tienen un paralelo en el esquema general del material (Ibíd.).

En Lucas 15:3-10, dos personas buscan con diligencia algo que han perdido. Uno es un hombre y la otra una mujer. En todos estos casos, todos los protagonistas son gente noble. Pero en nuestra parábola, la mujer tiene un carácter noble (a pesar de la opinión que tienen de ella los hombres que hay en la sala), mientras que el hombre tiene un carácter vil (a pesar de la opinión elevada que tiene de sí mismo).

En la cultura de Oriente Próximo, dominado aún por los hombres, este tipo de escenas eran y son una profunda afirmación del valor de la mujer (cf. Bailey, Women, 56-73). Alabar a una mujer marginada en una reunión de hombres ya era un gran desafío. Ahora bien, la verdadera crítica solo se entiende a la luz de las expectativas culturales suscitadas ante una escena así.

En cualquier cultura, se espera que el invitado muestre aprecio por la hospitalidad que se le ha ofrecido, por escasa que haya sido. Además, en Oriente Próximo, este comportamiento forma parte de una ley no escrita. Se espera que el anfitrión diga que la calidad de sus ofrecimientos no está al nivel del rango y la nobleza de su invitado. E, independientemente de lo que se le ofrezca, el invitado está obligado a decir una y otra vez que no merece la hospitalidad recibida. Richard Burton, conocido orientalista y viajero del siglo XIX, escribe lo siguiente en su relato sobre su famoso viaje a la Meca:
La vergüenza es una pasión de las naciones orientales. Tu anfitrión se sonrojaría si te tuviera que señalar por el indecoro de tu conducta; y las leyes de la hospitalidad le obligan a ofrecer al invitado todo lo que este quiera, incluso si se trata de un criminal (Burton, I, 37).

La posibilidad de que un invitado apunte al indecoro de las acciones de su anfitrión son tan remotas que Burton ni siquiera la menciona. Y sin embargo, eso es lo que ocurre en nuestro pasaje.

Citando fuentes judías tempranas, Edersheim nos cuenta qué se esperaba normalmente de un invitado noble:
Un invitado correcto reconoce los esfuerzos del anfitrión y dice, «іQué molestias se ha tomado mi anfitrión, y todo para procurar mi bienestar!». Mientras que el invitado desconsiderado dice, con desdén: «іTampoco ha hecho tanto!» (Edersheim, Social, 49).

Nelson Glueck, el famoso arqueólogo especializado en Oriente Próximo, recoge una ilustración que muestra cómo era el intercambio social entre el invitado y el anfitrión en la Antigüedad. Glueck estuvo de invitado en casa de una familia árabe en las ruinas de Pella, en la orilla oriental del Jordán.

Vino a recibirnos y a entretenernos durante la comida Diva Suleiman, el Mukhtar («jefe») del poblado. Vestía pobremente, su casa era pequeña y su gente vivía en la pobreza, pero eso no importaba … Estábamos manteniendo una conversación agradable con un príncipe de Pella. Bebimos de su café, que alivió nuestra sed. Mojamos trozos de un pan recién hecho en un plato de salsa de queso y comimos huevos que él mismo hirvió y peló.

Nosotros expresamos de forma sincera exclamaciones ante su generosidad … Bajo ninguna circunstancia podíamos rechazar su hospitalidad o mirar con desdén o pena la escasa provisión.

He olvidado muchas fiestas donde no faltaba de nada, pero nunca olvidaré el pan que partimos con él. Nos trató como a un rey, y la invitación a aceptar sus ofrecimientos era una citación del rey a la que nosotros los plebeyos teníamos que responder de forma obediente (Glueck, 175ss.).

Yo he vivido la misma experiencia que Glueck en cientos de ocasiones a lo largo de todo el Oriente Próximo, desde Sudán hasta Siria, durante más de veinte años. Atacar la calidad de la hospitalidad ofrecida, independientemente de las circunstancias, no tiene precedentes, ni en la historia ni en la ficción, ni en mi experiencia personal ni en las historias tradicionales.

No obstante, en el relato bíblico que estamos comentando sí se da un ataque sin precedentes sacando a la luz la poca calidad de la hospitalidad recibida de una forma directa y contundente. Después de esta explosión, los oyentes se ven obligados a tomar una decisión en cuanto al que está hablando. Los términos de esta decisión deberán ser examinados en la conclusión de las palabras finales, que ahora vamos a considerar.

La forma del lenguaje que aquí se usa sigue, como se dice desde hace tiempo, el patrón de los paralelismos hebreos del Antiguo Testamento (Jeremias, Teología, 16 de la edición en inglés). Plummer dice, «La serie de contrastes produce un paralelismo similar a la poesía hebrea.» (Plummer, 212).

Vimos el uso del paralelismo en la primera descripción de las acciones de la mujer (en ese caso, paralelismo invertido). Por tanto, al lector no le sorprende encontrar un paralelismo en esta descripción de los hechos de la mujer.

Los paralelismos no solo tienen una función artística o literaria, sino que también clarifican la mala interpretación que se ha hecho de este texto durante siglos. En cuanto al escenario de este diálogo, debemos decir que Jesús, «se volvió hacia la mujer … le dijo a Simón». Es decir, son palabras dirigidas a Simón, pero las dice mirando a la mujer. Por tanto, son palabras cuyo objetivo es alabar su amabilidad y su valor. Si Jesús estuviera mirando a Simón, lo lógico sería que usara un tono duro y de acusación: «іTú, que no has cumplido con tus obligaciones!». Pero, al pronunciarlas mirando a la mujer, el tono es de gratitud, expresado a una mujer valiente que necesita con desesperación sentirse aceptada. El discurso concluye con un clímax dirigido a ella, en el que se le recuerda que sus pecados han sido perdonados.

La introducción al discurso nos describe el escenario de lo que viene a continuación. Jesús empieza con una pregunta: «¿Ves a esta mujer?». Simón se ha centrado en recoger evidencias para poder juzgar a Jesús. Ahora se le pide que esté atento a la mujer y sus acciones.

Jesús empieza la confrontación con: «Cuando entré a tu casa.». La idea está clara. Jesús le recuerda: «He entrado en tu casa. Soy tu invitado. Tu responsabilidad era tratarme según las normas de hospitalidad, ¡pero no lo has hecho!». Y añade: «Esta mujer, a la que tú desprecias, ha hecho lo que deberías haber hecho tú».

El lenguaje del texto original es muy preciso: «No me has dado agua para los pies». Jesús no le dice: «No me has lavado los pies». Hubiera sido presuntuoso esperar que Simón tomara el rol de un sirviente. Jesús es cortés y solo menciona el agua. Si Simón le hubiera ofrecido el agua, ¡Jesús mismo se podría haber lavado los pies! Pero ni siquiera fue capaz de ofrecerle un barreño de agua.

Por el contrario, la mujer sí le lava los pies, no con agua sino con lágrimas, y los seca con su corona y gloria como mujer, su cabello. Esta costumbre de ofrecer a los invitados que se pudieran lavar los pies se practicaba en Oriente Próximo hasta el siglo XIX (cf. Jowett, 79).

Jesús continúa: «Tú no me besaste». Jesús no menciona dónde debía besarle el anfitrión, en señal de humildad y deferencia. En el caso de las otras dos acciones, sí se menciona la parte del cuerpo. (Ella le lavó los pies. En la siguiente ilustración se menciona la cabeza y los pies).

Pero, ¿dónde debería haberle besado Simón? Las personas del mismo rango se besaban en la mejilla.

  • El discípulo besaba las manos de su rabí, 
  • el sirviente, besaba la mano de su amo, y 
  • el hijo las manos de su padre. 
Está claro que en el huerto de Getsemaní Judas besó a Jesús en la mano (contrariamente a la opinión popular).

En la parábola del hijo pródigo, al hijo se le impide besar la mano o el pie de su padre porque este, comportándose de una forma sin precedentes, se abalanzó sobre el cuello de su hijo para abrazarlo y besarle.

En este caso, no se trata de un saludo entre iguales, sino de una señal de reconciliación. Está claro que el padre actuó así para impedir que su hijo llegara a besarle la mano o los pies (cf. Bailey, Poet, 182).

De hecho, como Simón ha saludado a Jesús diciéndole «Rabí/Maestro», le hubiera correspondido besar a su invitado en la mano. Pero, con un gran toque de sensibilidad, Jesús no le da importancia a eso, sino que simplemente le recuerda que no le ha ofrecido un beso. Por el contrario, la mujer ha cubierto de besos los pies de Jesús. (Como vimos más arriba, los pies y el calzado son, en Oriente Próximo, una señal de degradación; cf. Scherer, 78).

Tenemos aquí dos contrastes.

  • Simón no le da ningún beso; la mujer le da muchos. 
  • Simón no se digna ni a besarle en la mejilla; la mujer lleva a cabo un gesto de devoción increíble al besarle los pies. (El beso en los pies era muy poco común, pero sí tiene algún precedente. En el Talmud, Bar Hama le besa los pies a un rabino en agradecimiento porque este logra que lo absuelvan en un juicio; B.T. Sanedrín 27b; Sonc., 163).
  • La tercera acción también es un contraste doble. El aceite de oliva se usaba con frecuencia para ungir la cabeza del invitado. Ese aceite era y sigue siendo barato en esos sitios. Se trataba de uno de los productos más comunes en la Palestina rural del siglo I, y era, de hecho, una de sus principales exportaciones (Applebaum, JPFC, II, 674). La cabeza, la corona de la persona, se considera una parte digna de ungir. Por el contrario, la mujer le ha ungido los pies (parte del cuerpo que nadie ungía, ni siquiera con aceite de oliva) y lo ha hecho con un caro perfume. Por tanto, la acción de la mujer cuando le unge los pies tiene un doble impacto sobre el oyente/lector (cf. Tristram, 39). En tres acciones la mujer ha demostrado que está por encima de Simón. Y, para que a este no se le olvide, se le dice delante de todos en unas palabras poéticas que serán recordadas por siempre.

Después de esta mordaz amonestación, se nos introduce la idea principal de la conclusión con la frase «Por eso te digo». La intención de estas palabras es un tanto ambigua. Parece ser que la mejor interpretación es: «A la luz de todos tus errores, te digo …». Y a continuación aparecen esos versos finales tan discutidos que, de forma literal, traduciríamos como sigue:

Sus pecados, que son muchos, han sido perdonados,
por lo que ella amó mucho.
Pero al que poco se le perdona,
poco ama.

De hecho, Jesús no perdona los pecados de la mujer en ese mismo instante (en el versículo siguiente, tergiversan sus palabras). Lo que Jesús anuncia es un perdón que ya tuvo lugar en el pasado. El texto griego usa una pasiva perfecta, «sus pecados … han sido perdonados».

La pasiva se usa así para no tener que decir el nombre de Dios (Jeremias, Parábolas, 157, p. 127 de la edición en inglés). El tiempo perfecto indica una condición presente que es el resultado de una acción pasada. Ibn al-Silibi, el erudito sirio del siglo XII, llegó a la misma conclusión: «Sus acciones muestran que sus pecados habían sido perdonados» (Ibn al-Salibi, 98). Jesús anuncia lo que Dios ha hecho y le confirma a la mujer esa acción.

Y por último, la expresión tan discutida: «por lo que ella amó mucho». Durante más de un milenio, tanto en Oriente como en Occidente se ha traducido como «porque amó mucho». Y es la traducción que aparece en muchas versiones de la Biblia, aunque contradice  claramente lo que aparece tanto antes como después.

La pregunta es, ¿qué va primero, el perdón o la muestra de amor? Cuando miramos la parábola y el pareado final de la sección que estamos examinando ahora, podemos observar lo siguiente:
Lo increíble es que durante siglos las versiones de la Biblia han recogido esta contradicción, y lo mismo ocurre hoy en día con algunas traducciones. Si el texto tiene coherencia interna, esta traducción debe ser un error. La Biblia de Jerusalén dice: «Por eso te digo que quedan perdonados sus muchos pecados, porque ha mostrado mucho amor». Eso es lo mismo que decir que la mujer se ha ganado el perdón gracias a sus acciones (idea totalmente opuesta a la enseñanza de la parábola). Lo mismo ocurre con la RV, tanto la revisión del 60 como la del 95, y con LBLA. Y con la BT, aunque a pie de página explica: «es decir, su mucho amor demostró que era consciente de que se le había perdonado mucho»). La NVI sí refleja lo que ahora vamos a explicar: «si ella ha amado mucho, es que sus muchos pecados le han sido perdonados».

En el texto griego aparece la partícula hoti, que, aunque normalmente significa «porque», también puede tener lo que los lingüistas llaman «uso consecutivo»: apuntar al resultado. En ese caso, la traducción adecuada es «por tanto». En el versículo 47 nos encontramos un caso muy claro de ese uso consecutivo (cf. Jeremias, Parábolas, 157, p. 127 de la edición en inglés; Robertson, 1001; Bauer, 593; Plummer, 213; Blass, 456).

Eso hace que el versículo 47a esté en armonía tanto con la parábola como con la frase que le sigue, y así le devolvemos la coherencia interna al texto y a su mensaje. Claramente, Jesús está diciendo que esta mujer no es una pecadora que les vaya a contaminar, sino que se trata de una mujer perdonada que es consciente del grado de su maldad y está empezando a conocer la gracia de Dios, la cual se le ofrece de forma gratuita a través del perdón. Ese descubrimiento es lo que la lleva a expresar su muestra de agradecimiento y amor. Jesús concluye con unas palabras que son una clara referencia a Simón. Vamos a analizarlas con detenimiento.

Refiriéndose a Simón, Jesús dice: «al que poco se le perdona, poco ama». Esto se puede interpretar de dos formas. Podemos interpretar que Jesús está diciendo: «Tú, Simón, eres un hombre recto, y tus pecados son pocos, por lo que el perdón de Dios necesario para cubrir esas “deudas” es poco. Por eso (o el “por tanto” de arriba) has amado poco». Pero lo más probable es que su intención fuera la siguiente: «Tú, Simón, has cometido muchos pecados (de hecho, acabamos de hacer referencia a algunos de ellos).

No eres consciente de su seriedad, y no te has arrepentido. Por eso se te ha perdonado poco y, naturalmente, has amado poco». Jesús acaba de hacer una lista de los errores (deudas) de Simón, y reflejan lo lejos que ha estado de ser un buen anfitrión. Y reflejan también su profundo egoísmo, arrogancia, dureza de corazón, hostilidad, espíritu crítico, poca comprensión sobre lo que realmente contamina, su rechazo de los pecadores, su insensibilidad, su falta de comprensión de la naturaleza del perdón de Dios y su sexismo. La crítica más grande de todas es el hecho de que Simón ha sido testigo de la acción de la mujer y aún la tacha de «pecadora» (v. 39). No ha querido aceptar su arrepentimiento y ha optado por seguir rechazándola por ser pecadora. Ibn al-Tayyib tiene algunas reflexiones muy interesantes sobre esta cuestión:
Y los dos deudores hacen referencia a dos tipos de pecadores. Uno es un gran pecador como la mujer y el otro es un pequeño pecador como el fariseo. Al decir «pequeño pecador», o se refiere al pecado o se refiere a la actitud engreída de Simón, que se cree perfecto. Este engreimiento o vanidad anula toda virtud y toda capacidad de comprender que aquel al que se le perdona más, ama más. Ciertamente, le dijo a Simón esta parábola con el propósito de reprobarle por no querer tener ningún contacto con pecadores y para demostrarle que el amor de esta mujer por Dios es mayor que el amor del fariseo, porque ella ha aceptado toda la gracia de Dios (Ibn al-Tayyib, folio 90r).

En el mismo pasaje también escribe:
Y cuando Jesús dice «al que poco se le perdona, poco ama», lo que quiere decir es que aquel que ha pecado mucho experimenta un arrepentimiento profundo, que va seguido de un amor sincero hacia Dios. Pero el que tiene pocos pecados se jacta de su rectitud y cree que tiene poca necesidad de perdón, y tiene poco amor hacia Dios (Ibn al-Tayyib, folio 89 r).

Así, con Ibn al-Tayyib, entendemos que el texto presenta al lector un cuadro en el que aparecen dos grandes pecadores. Uno peca sin la Ley, y el otro dentro de la Ley. El primero (la mujer) ha aceptado el perdón por sus muchos pecados y responde con mucho amor. El segundo (Simón) no es consciente de la naturaleza de la maldad que hay en su corazón. Cree que tiene muy pocas deudas espirituales, por lo que no necesita la gracia tanto como los pecadores de verdad. Consecuentemente, como recibe poca gracia, muestra poco amor (si es que muestra alguno). Este mismo contraste lo podemos ver en la parábola de la oveja perdida.

¿Realmente piensa Jesús que hay «noventa y nueve que no necesitan arrepentirse»? ¿O se está riendo de la mentalidad farisaica que piensa que es así (cf. Bailey, Poet, 154ss.)? Los hijos de la parábola del hijo pródigo (Lc 15:11-32) y los dos hombres que oran en el templo (Lc 18:9-14) ofrecen un contraste similar.

La amonestación es impresionante. El gran pecador que no se ha arrepentido (cuya presencia contamina) es Simón, no la mujer. El profeta no solo ha leído el corazón de la mujer, sino que también ha leído el corazón de Simón. El juez (Simón) pasa a ser el acusado. Al principio de la escena, Jesús es el objeto de examen.

Ahora se giran las tornas y Simón queda al descubierto. Finalmente, la pregunta que hemos de hacernos es la siguiente: ¿qué aprendemos sobre Jesús?

Las afirmaciones que se desprenden sobre la persona de Jesús son realmente importantes. Simón ha pensado que Jesús podría ser un profeta, incluso «el profeta» del que se habla en Deuteronomio 18:15 (un texto griego temprano, el Vaticanus, ofrece esta lectura en Lucas 7:39).

Según Simón, la cuestión será ver si Jesús es capaz de conocer el interior de las personas. Jesús demuestra que conoce a la perfección la naturaleza de la mujer, y también la de Simón. Pero la acción va más allá de la simple afirmación de que Jesús es un profeta. Queda claro que Jesús es el único agente de Dios a través del cual Dios anuncia el perdón, y toda muestra de amor y gratitud deben ir dirigidas a él.

La mujer es alabada por mostrar amor hacia Jesús en respuesta al amor que ha recibido. Simón es duramente criticado porque no actúa como ella. Estas afirmaciones sobre la persona de Jesús tienen la intención de evocar en el oyente/lector una respuesta de reconocimiento, afirmación y obediencia, o de acusación de blasfemia contra el impostor que cree actuar como el único agente de Dios. Al final de este episodio no hay lugar a dudas de cuál es la situación de los presentes en aquel banquete.

CONCLUSIÓN: EL FARISEO, JESÚS, Y LA MUJER (Escena 7)
Los otros invitados comenzaron a decir dentro de sí:
«¿Quién es éste, que también perdona pecados?»
«Tu fe te ha salvado», le dijo Jesús a la mujer; «vete en paz».

En el principio se nos presentaba a los tres personajes principales. Ahora que llegamos al final, el texto nos obliga a detener nuestra mirada en ellos. Los otros invitados no están impresionados. No se pusieron a hablar «entre sí»; junto con las versiones árabes y siríacas, preferimos hacer una traducción más literal: «dentro de sí». Como a Simón, les pone un poco nerviosos la idea de verbalizar sus críticas (después de ver el ataque fulminante dirigido en contra de Simón). Sin embargo, su espíritu de crítica no tiene nada que ver. De hecho, él no ha perdonado los pecados de la mujer (aunque tiene capacidad para hacerlo; cf. Lc 5:17-26); tan solo ha actuado como Dios anunciando el perdón y recibiendo la gratitud.

Están sorprendidos y, como mucho, ofendidos. De nuevo con las versiones árabes y siríacas, preferimos la siguiente traducción: «¿quién es éste, que también perdona pecados?». Junto con otros escándalos, también perdona pecados (Plummer, 214). Y, por último, tenemos la frase final dirigida a la mujer: «Tu fe te ha salvado; vete en paz». Su fe (no sus obras de amor) la ha salvado.

Cuando el autor bíblico usa el principio de inversión, normalmente coloca el tema principal en el centro y lo repite al final (Bailey, Poet, 50ss.). Esto es lo que ocurre aquí. La idea principal de la parábola, que aparece en el centro de la unidad literaria, es el amor de Dios, que él ofrece de forma gratuita y que se acepta como un don inmerecido. Esta idea vuelve a aparecer al final en la contundente afirmación de que la salvación es por fe.

En presencia de aquellos que desprecian a la mujer, Jesús, de forma misericordiosa, la despide en paz y habiéndola reconciliado con el Padre celestial y amante, cuyo único agente debe seguir soportando el rechazo, mientras sigue proclamando esa reconciliación a los pecadores como ella y como Simón. La escena (como la parábola del hijo pródigo) concluye de forma abierta.

No se nos dice cuál es la respuesta de Simón (del mismo modo que no conocemos la respuesta final del hijo mayor de Lc 15 o de los tres discípulos en 9:57-62). ¿Se parará a pensar en las deudas que él tiene, se arrepentirá y ofrecerá estas muestras de amor agradecido que hasta ahora no ha sido capaz de ofrecer? ¿O se endurecerá aún más? Tanto entonces como ahora, el lector/oyente debe completar la parábola decidiendo cuál es su respuesta ante ese único agente del perdón y de la paz de Dios. La parábola acaba, la unidad literaria se cierra, y se hace necesario mirar atrás.

En cada parábola tendremos que identificar la decisión/respuesta que el lector/oyente original debía hacer, y determinaremos el conjunto de cuestiones teológicas que se suman para formar el impacto de la parábola, cuestiones que instruyen a los creyentes de cualquier época.

Como ha dicho Marshall, «en la historia hay bastantes temas diferentes» (Marshall, 304).


  • En primer lugar, el oyente original. Simón es llamado a entender y confesar: Soy un gran pecador (como lo era esta mujer). Hasta ahora no me había percatado. Al contrario que ella, no me he arrepentido ni he prestado atención el ofrecimiento de la gracia de Dios. Se me ha perdonado poco, por lo que he amado poco al agente de Dios (Jesús). Si Jesús no quisiera mezclarse con pecadores,  debería evitarme a mí, y no a esa mujer a la que yo he despreciado.

El conjunto de temas teológicos que se suman para formar el impacto de esta parábola es el siguiente:

  • El perdón (salvación) es un regalo que no merecemos y que Dios ofrece de forma gratuita. La salvación es por fe.Cuando se acepta, esta salvación por fe nos lleva inmediatamente a realizar acciones costosas. Estas acciones de amor son expresiones de gratitud por la gracia recibida, y no intentos de ganar más gracia.
  • Jesús es el único agente a través del cual Dios anuncia su perdón, y el único al que debemos dirigir nuestras muestras de amor agradecido, con el conocimiento de que, a través de él, a los creyentes se nos ha perdonado mucho. La pregunta que aparece al final de la escena 7 no queda respondida. El lector debe dar su propia respuesta.
  • El ofrecimiento del perdón a los pecadores nos recuerda que el agente de ese perdón lo demostró de una forma costosa e inesperada. Dentro de este tema podemos entrever parte del significado de la pasión.
  • Hay dos clases de pecados y dos clases de pecadores (Simón y la mujer). Simón peca dentro de la ley y la mujer peca fuera de la Ley. Los pecadores como la mujer normalmente saben que son pecadores; los pecadores como Simón normalmente no lo saben. El arrepentimiento es más difícil para los «justos».
  • En un mundo de hombres, y en un banquete de hombres, se nos presenta a una mujer despreciada como una heroína de la fe, el arrepentimiento y la devoción. En cuanto a estas tres cualidades, está por encima de aquellos hombres. En esta parábola queda bien claro el valor inherente de la mujer y el hecho de que el ministerio de Jesús es para hombres y para mujeres.

Al encontrarnos con Jesús, las opciones posibles son la fe o el rechazo. No hay una opción intermedia. Para Simón, o Jesús es un hombre maleducado que insulta a su anfitrión, por no mostrarse agradecido por el banquete que prepara en su honor, y por actuar como si fuera Dios, o realmente es el agente de Dios, el mediador del perdón de Dios que espera nuestra humilde y costosa devoción.

Jesús acepta la invitación de Simón sin vacilar. Es conocido como el amigo de los pecadores, lo que no solo incluye una preocupación por los marginados, sino también por los «que se creen justos».

Que esta parábola nos sirva de catarsis, del mismo modo que lo ha hecho para millones a lo largo de la historia.
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martes, 30 de junio de 2015

A vosotros os es dado conocer los misterios del reino de Dios; pero a los otros por parábolas, para que viendo no vean, y oyendo no entiendan.

Por eso, el que tiene este cargo ha de ser irreprensible debe ser apto para enseñar;no un neófito, no sea que envaneciéndose caiga en la condenación del diablo. 1Timoteo3:2,6


 
 
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LA SEMILLA DEL CAMBIO

LUCAS 8:1–15


  Aconteció después, que Jesús iba por todas las ciudades y aldeas predicando y anunciando el evangelio del reino de Dios, y los doce con él, y algunas mujeres que habían sido sanadas de espíritus malos y de enfermedades: María, que se llamaba Magdalena, de la que habían salido siete demonios, Juana, mujer de Chuza intendente de Herodes, y Susana, y otras muchas que le servían de sus bienes.

  Juntándose una gran multitud, y los que de cada ciudad venían a él, les dijo por parábola: El sembrador salió a sembrar su semilla; y mientras sembraba, una parte cayó junto al camino, y fue hollada, y las aves del cielo la comieron. Otra parte cayó sobre la piedra; y nacida, se secó, porque no tenía humedad. Otra parte cayó sobre espinos, y los espinos que nacieron juntamente con ella, la ahogaron. Y otra parte cayó en buena tierra, y nació y llevó fruto a ciento por uno:
  Hablando estas cosas, decía a gran voz: el que tiene oídos para oír, oiga.

  Y sus discípulos le preguntaron diciendo: ¿Qué significa esta parábola? Y él dijo: A vosotros os es dado conocer los misterios del reino de Dios; pero a los otros por parábolas, para que viendo no vean, y oyendo no entiendan.

  Ésta es, pues, la parábola: La semilla es la palabra de Dios. Y los de junto al camino son los que oyen, y luego viene el diablo y quita de su corazón la palabra, para que no crean y se salven. Los de sobre la piedra son los que habiendo oído, reciben la palabra con gozo; pero éstos no tienen raíces; creen por algún tiempo, y en el tiempo de la prueba se apartan. La que cayó entre espinos, éstos son los que oyen, pero yéndose, son ahogados por los afanes y las riquezas y los placeres de la vida, y no llevan fruto.

  Mas la que cayó en buena tierra, éstos son los que con corazón bueno y recto retienen la palabra oída, y dan fruto con perseverancia. (Lucas 8:1–15)

Venían de todas partes, como los aficionados que acceden a un campo de fútbol. Unos llegaban solos, otros en grupo. Había maridos acompañados de sus esposas, madres que venían con sus hijos, jóvenes que traían a sus parejas. Algunos parecían traer a todo el pueblo con ellos. Los había que venían porque estaban enfermos o tenían algún trastorno y pensaban que él podía sanarlos. Otros porque eran pobres o estaban oprimidos y pensaban que él podía liberarlos. Otros venían porque estaban aburridos y sentían curiosidad, y pensaban que él podía entretenerlos. Otros venían … bueno, para algunos habría sido difícil explicar exactamente por qué venían; quizás porque imitaban a todos los demás. Pero, cualquiera que fuese su compañía y su motivación, había una palabra en labios de Jesús que les intrigaba y entusiasmaba: «reino».

«El reino de Dios se ha acercado». Eso es lo que decían que predicaba. Para la población rural de Galilea, aquellas palabras eran la chispa que encendía la mecha.

Toda sociedad sueña con un mundo mejor: una sociedad sin clases, el sueño americano, diversas utopías; y los judíos del primer siglo no eran una excepción. En los últimos años del período del Antiguo Testamento—como muestran los profetas inspirados, que lucharon contra su experiencia nacional de tiranía y opresión—se había ido introduciendo más y más en sus mentes el sueño de un reino venidero. Estaba claro que sería una intervención extraordinaria por parte de Dios para transformar este presente mundo de maldad en la clase de mundo donde el pueblo de Dios podría sentirse verdaderamente en casa. Se obtendría una victoria definitiva sobre los poderes del mal, una victoria que ningún ser humano normal era capaz de alcanzar.

Por tanto, esperaban la llegada de un liberador sobrenatural. Alguien que fuera ungido como los poderosos héroes del pasado: un nuevo David, pero incluso mayor. Esperaban, en una palabra, al Mesías: «No os preocupéis—decían los profetas—, las cosas nos van bastante mal a los judíos de este presente siglo malo. Pero pronto irrumpirá el Mesías en la historia. Y entonces, en ese momento, el reino de Dios llegará».

¿Podéis imaginaros la impresión que se llevarían, el temblor lleno de esperanza que seguramente recorrería a la población de Galilea cuando Jesús, un joven carpintero de Nazaret, comenzó a recorrer las ciudades y los pueblos diciendo que aquello ya había ocurrido? «El reino de Dios se ha acercado. Arrepentios y creed en el evangelio»—les decía.
Evidentemente, al principio habría muchos escépticos. 

Estaban muy familiarizados con lunáticos que daban rienda suelta a sus fantasías megalomaníacas y que pretendían ser el Mesías. Pero aquel hombre no sólo tenía pretensiones mesiánicas. Arrojaba demonios, sanaba a los enfermos y enseñaba; ¡y cómo enseñaba! Tenía un carisma que no se había visto en Israel desde los días de los más grandes profetas, medio siglo antes. Incluso corría el rumor de que podía tratarse de Elias o de Jeremías resucitados de los muertos. Hasta ese punto llegaba el asombro y el impacto que les había producido.

Si hubiera querido aprovechar su oportunidad, habría puesto en marcha toda una campaña de avivamiento religioso y revolución política que las autoridades de Jerusalén—y quizás las de Roma—habrían sido incapaces de frenar. La palabra «reino» les traía a la memoria los más gloriosos sueños de todo el pueblo galileo, encendía su celo más fanático e inspiraba su compromiso más apasionado. Todo lo que tenía que hacer al enfrentarse a aquella multitud era realizar uno o dos milagros y soltarles un apropiado discurso que los pusiera en marcha: toda Galilea habría corrido precipitadamente y con gran entusiasmo tras su mesiazgo.

Pero lo más extraordinario es que no lo hizo. En vez de eso les contó un cuento. ¿Podéis imaginaros a semejante multitud dispuesta a llegar hasta él yendo de pueblo en pueblo, con gran expectación, pendientes de cada palabra, anhelando ser conmovidos por medio de su impresionante oratoria y ser impactados por su poder sobrenatural? ¡Y él va y les cuenta un cuento! Una historia extraña y enigmática, una «parábola»—como él la llama.

Incluso a sus amigos más cercanos les desconcertó totalmente su comportamiento: «¿Pero se puede saber qué haces, Jesús?» Y aquí tenemos su explicación:

  A vosotros os es dado conocer los misterios del reino de Dios; pero a los otros por parábolas, para que viendo no vean, y oyendo no entiendan (Lucas 8:10).

Se trata de unas palabras controvertidas y poco aceptadas. Contradicen el punto de vista popular de las parábolas y de las historias moralizantes, de aquellas imágenes pintorescas que sirven para ayudar a que la gente sencilla y poco sofisticada entienda las cosas. Al contrario, Jesús dice que él habla en parábolas no para que a la gente le sea más fácil comprender, sino para que le sea más difícil: «Para que viendo no vean, y oyendo no entiendan».

En cualquier caso, lo que está muy claro es que a Jesús no le impresionaban aquellas multitudes que fluían de todos los rincones de Galilea para verle, y entre las cuales podríamos haber estado nosotros si hubiéramos vivido en aquel entonces. No estaba en absoluto convencido de que captaran verdaderamente su onda. 

Había crecido entre ellos. Conocía perfectamente la clase de ideas que albergaban sobre el reino de Dios, y eran completamente diferentes de las suyas. Lo último que quería hacer era fomentar sus errores por medio de una búsqueda de popularidad. De hecho les lanza indirectas acerca de lo que piensa de ellos, citando al profeta Isaías cuando se le dijo que predicara a un pueblo cuyos corazones serían endurecidos sin remedio contra sus palabras. En los días de Isaías parecía que Israel había llegado a estar tan enamorado de los ídolos paganos, que no podía ni ver ni oír que Dios había dictaminado legalmente abandonarlo a su propia ceguera y sordera espiritual.

Ese decreto divino que aparece en Isaías 6:9 es lo que Jesús estaba citando aquí cuando habló, en el versículo 10, de los que oyendo no entienden. Las multitudes galileas, según Jesús, se encontraban en un estado espiritual similar al de los judíos del Jerusalén de Isaías. Eran incapaces de comprender la nueva revelación del reino de Dios que les traía, porque sus mentes estaban cerradas y llenas de prejuicios en contra. 

Algunos comentaristas van incluso más lejos, hasta llegar a la conclusión de que, en el versículo 10, Jesús estaba adoptando deliberadamente una estrategia de encubrimiento, intentando esconder sus verdaderas opiniones. Sugieren que estaba tan desilusionado con el pueblo judío y tan convencido de que, como el Jerusalén de Isaías, le acabarían rechazando, que camufló deliberadamente su mensaje, para confirmarles así su estado de condenación debido a su incredulidad.

Se trata de una teoría discutible; pero creo que, de alguna manera, es exagerar el asunto. Al fin y al cabo, si Jesús quería ocultar su mensaje de las multitudes, ¿por qué predicaba? ¿Y qué hacemos con su insistente exhortación: «quien tenga oídos para oír, oiga”? Verdaderamente suena como si buscara una respuesta inteligente a sus palabras.

Creo que está más cerca de la verdad la interpretación de que Jesús estaba diciendo en el versículo 10 que utilizaba las parábolas como una especie de filtro. Entre los miles de personas que venían a verle movidos por razones equivocadas, él sabía que había algunos que estaban verdaderamente abiertos a la verdad. Una reducida minoría, quizás, en medio de una inmensa multitud de sordos espirituales; pero, a pesar de ser pocos, tenían oídos para oír. Sus parábolas eran un filtro que identificaba a los verdaderos discípulos. Aquellos que se acercaban a Jesús buscando sólo un líder político, un revolucionario nacionalista o un hechicero hacedor de milagros se iban frustrados. Se encontraban, para su desilusión, con alguien que se dedicaba a contar historias. Pero aquellos que habían sido atraídos hasta él por algún tipo de magnetismo más profundo, se quedaban. En sus corazones estaba trabajando el Espíritu de Dios. 

Habían sido llamados en su interior a seguirle. Aunque al principio les dejó perplejos, como a todos los demás, a la vez estaban intrigados, deseando comprender lo que verdaderamente quería decir. Sentían que, enterrada en algún rincón de la aterradora penumbra de sus parábolas, se encontraba la pista que les llevaría hacia aquel reino de Dios que tanto anhelaban sus corazones. «A vosotros—les dice—os es dado conocer los misterios del reino de Dios». De hecho, ésta es una característica fundamental de todo el ministerio de Jesús. No es necesario luchar a brazo partido con su mensaje desde la distancia segura de una curiosidad imparcial. 

La iluminación espiritual es privilegio de aquellos que se comprometen de una manera personal con él y que comparten la intimidad de una relación personal con él. A diferencia de muchos oradores, Jesús nunca perdió la cabeza debido a la adulación de las multitudes. Él no enloqueció por la ilusión de alcanzar el éxito que acarrean las grandes cifras. La mentalidad de «mega-iglesia», con su «evangelio adaptado a las necesidades del mercado» y orientado hacia el consumismo, no le interesaba en absoluto. Era capaz de ver más allá. Se contentó con rodearse de los doce hombres y el puñado de mujeres que Lucas nos menciona. Con tal de que fueran verdaderos aprendices, verdaderos discípulos, él estaba dispuesto a darse totalmente a aquel reducido grupo.

Es significativo el hecho de que la interpretación de las parábolas que Jesús continúa exponiendo aclare aun más este proceso de criba. Detrás del énfasis pastoral del sembrador y la semilla está la verdad solemne y seria de que sólo algunos escuchan sus palabras y llegan a ser bendecidos por él. Por desgracia, muchos son evangelizados y, sin embargo, no llegan a ser salvos. Aunque la respuesta inicial pueda parecer prometedora, el camino del discipulado puede resultar demasiado exigente.

Antes de examinar esta interpretación en detalle, merece la pena apuntar que el simple hecho de que Jesús interprete su parábola de esta forma desmiente dos populares teorías contemporáneas acerca de las parábolas. Algunos comentaristas recientes del Nuevo Testamento han defendido que las parábolas no deben ser interpretadas, sino tan sólo revestidas de ropajes contemporáneos. Una parábola, según ellos, es un recurso retórico pensado para causar un impacto inmediato sobre una audiencia actual; por tanto, interpretar una parábola es algo así como explicar un chiste. Si lo hacemos, ya no tiene gracia ni produce efecto.

Hay un profundo elemento de verdad en ese punto de vista. Las parábolas son deliberadamente misteriosas y difíciles de captar. Hay en ellas algo paradójico y sorprendente que pretende subvertir las presuposiciones del que escucha. Introduciéndonos en su historia, Jesús nos desarma de nuestras defensas psicológicas, de manera que las verdades inadmisibles para nosotros puedan encontrar un lugar en nuestros corazones como un misil que busca su objetivo. 

Y, como consecuencia, es sin duda difícil predicar las parábolas de una manera que reproduzca aquel impacto dramático original. No obstante, es evidente que Jesús no creía que fuera imposible explicar las parábolas, ni que perdieran su valor si se intentaba hacerlo, ya que él mismo interpreta esta parábola.

Una segunda tesis defendida comúnmente por los eruditos actuales—y que también se contradice con el ejemplo que Jesús da aquí—es que las parábolas son ilustraciones de un sermón encaminadas a aclarar un punto concreto y que nunca deberían tratarse como alegorías. De nuevo existe un importante elemento de verdad en esto. Los estudiosos medievales dejaban a veces volar su imaginación en busca de significados alegóricos escondidos tras las parábolas.

Por ejemplo, si estudiamos la conclusión de esta parábola en los evangelios de Mateo y de Marcos, encontramos que termina de manera ligeramente diferente. La semilla sobre la buena tierra produce diferentes cantidades de fruto: unos a ciento por uno—como también dice Lucas—, pero otros a sesenta y a treinta por uno. Lucas ha abreviado la historia ligeramente en cuanto a este aspecto. Los expertos medievales se aferraban con fuerza al final más largo y sugerían toda clase de ideas especulativas acerca de su significado. 

Una teoría popular era que el ciento por uno representaba a los mártires que habían dado sus vidas por Cristo; el sesenta por uno representaba a los monjes que habían hecho un voto de celibato; ¿y el treinta por uno? ¡Bien—argumentaban—, es obvio que el treinta por uno representa a aquellos cuya diminuta contribución al reino de Dios consistía sencillamente en ser una esposa obediente!

Evidentemente, esa forma de leer el lenguaje figurado de Jesús no es legítima. No hay razón en absoluto para creer que, en la parábola del sembrador, él pretendía hacer referencia alguna a los mártires, a los monjes o a las esposas obedientes. De hecho, la mayoría de los detalles de sus parábolas no están escondidos ni tienen un significado secundario en absoluto, sino que están allí sencillamente para añadirle color a la historia.

No obstante, tampoco se debe insistir en que las parábolas sólo tienen una lección sencilla que enseñarnos. Porque la propia interpretación que Jesús hace de esta parábola presenta características claramente alegóricas. El sembrador, la semilla, el terreno pedregoso y los espinos, tienen que ver todos ellos con cosas diferentes. Por tanto, es un claro error trazar una línea divisoria entre parábola y alegoría, o situar un límite arbitrario en cuanto a la cantidad de enseñanza contenida en una parábola.

En realidad quiero sugerir que hay al menos tres lecciones imprescindibles que Jesús está intentando comunicarnos en esta parábola.

1. La forma en que avanza el reino de Dios

  Ésta es, pues, la parábola: La semilla es la palabra de Dios. (Lucas 8:11)

Comenzamos con el llamativo anuncio que Jesús hace del reino de Dios. Los poderes del mal huyen ante su rostro. Expulsa a los demonios. Los cojos son sanados. Las señales de su misión mesiánica para transformar el mundo son claramente manifiestas. Pero, ¿de qué forma va a cambiar el mundo? Ésa es la pregunta inevitable: ¿Cómo va a traer el reino? ¿Qué estrategia empleará para precipitar esta transformación decisiva para la historia mundial? ¿Levantará un ejército de ángeles y marchará sobre Jerusalén o sobre Roma? ¿Hará descender fuego sobrenatural del cielo para consumir a los malvados? ¿Qué método utilizará para introducir el reino de Dios? De hecho, todo esto era muy debatido entre los judíos de aquellos días. Y, cuando habla de los «secretos del reino de Dios», está haciendo referencia a la respuesta a esta pregunta. Pretende traer información privilegiada sobre este punto tan importante desde la fuente de inteligencia más elevada posible de todo el universo, desde el mismo cielo. Y la clave de esa estrategia secreta, para aquellos que sean capaces de penetrar en la parábola en la que se esconde, reside en la semilla.

Reuniendo la evidencia de todas sus parábolas y de toda su enseñanza, queda claro que Jesús anticipó que el reino de Dios vendría de una forma hasta entonces desconocida para el pueblo judío. Llegaría en tres fases, y no por medio de un sólo instante apocalíptico. En primer lugar habría un tiempo de plantación cuando llegara el Mesías, de incógnito y disfrazado, a sembrar la semilla del reino en los corazones de unos cuantos discípulos escogidos. Después habría un período de crecimiento para que esa semilla, multiplicada a través de su testimonio, fertilizara muchas otras vidas, hasta que verdaderamente las esporas del reino hubieran sido esparcidas por todo el mundo. Y, por último, habría un tiempo de cosecha en el que el Mesías volvería—esta vez en medio de una aclamación pública universal—para recoger el fruto producido por la semilla que había sembrado, y así manifestar plenamente el reino del que habían hablado los profetas.

Por tanto, la respuesta a esa pregunta de tan vital importancia—¿De qué manera va a llegar el reino de Dios?—reside en la metáfora de la semilla. ¿Y qué es esa semilla, ese instrumento tan importante por medio del cual el nuevo mundo del reino se esparce por todas partes? Aquí, en esta primera parábola, Jesús deja a sus discípulos sin duda alguna al respecto. «La semilla es la palabra»—les dice—. La predicación del evangelio será el agente inseminador del cambio. Será la palabra la que hará germinar la revolución cósmica de Dios. Es la que introduce el reino. «La semilla es la palabra de Dios».

Es difícil captar toda la importancia de esa sencilla frase tan breve. Por desgracia, la iglesia, a lo largo de los siglos, no siempre la ha creído. Una y otra vez han surgido otras cosas que han usurpado el primer lugar que la palabra debería haber ocupado en la agenda cristiana. Hubo un tiempo, por ejemplo, en que la iglesia veneraba el pan y el vino más que la Biblia; el altar estaba en el centro en lugar del púlpito, y no sólo en su arquitectura sino también en su teología.

Hay quienes, incluso hoy, nos harían volver a aquella superstición sacramentalista si pudieran. Pero, en nuestra generación, la amenaza a la primacía de la palabra llega generalmente desde otras direcciones: la acción social, por ejemplo. En los últimos años ha habido muchos cristianos que se han involucrado cada vez más en política. Durante mucho tiempo, los cristianos habían considerado el terreno político como un área en la que no había que entrar, como si Jesús fuera Señor de todo excepto allí. No es así. Los cristianos tienen la responsabilidad de ser la sal de la tierra tanto en los despachos políticos y en los debates parlamentarios, como a través de campañas evangelísticas o de misiones internacionales.

No obstante, existe el peligro de excederse en el intento de compensar nuestra pasada negligencia en cuestiones sociales. La gente puede perder el contacto con las prioridades de Jesús. El péndulo puede irse al extremo opuesto. La nueva sociedad de Dios no se introduce por medio de una resolución parlamentaria, y menos aún por medió de un arma. Se introduce a través de la Palabra.

Jesús estaba bastante familiarizado con los políticos revolucionarios de sus días. Muchos de los celotes que luchaban por la libertad venían de su área de procedencia, Galilea. Pero sus tácticas no le valían. Se trataba de una semilla equivocada, y él lo sabía. La semilla es la palabra. Una palabra que, cuando la oyes en labios de Jesús o de sus discípulos, no tiene que ver directamente con estructuras sociales o económicas; una palabra que no ofrece estrategias utópicas para hacer zozobrar de manera inmediata el mal institucional; una palabra, en cambio, que tiene que ver con el arrepentimiento personal, el perdón personal, la fe personal y el discipulado personal. Es una palabra que, como vemos en esta parábola, no se dirige a las masas politizadas, sino a los corazones de los individuos responsables. Fijémonos en la tercera persona del singular que utiliza Jesús en su invitación: «el que tiene oídos para oír, oiga» (Lucas 8:8).

En la superficie, sin duda, esto parece una estrategia más bien poco prometedora. ¿Cómo podemos considerar que la profunda transformación a la que hacían referencia los profetas cuando hablaban del reino de Dios se debería sólo a la «palabra»? Pero Jesús estaba convencido de ello. Por eso rehuyó el camino político y escogió ser un predicador y un maestro. Esa palabra, como veremos en nuestra próxima parábola, exige acción social de la clase más práctica y sacrificial. Jesús ni mucho menos se despreocupaba de las estructuras políticas y de la injusticia económica. Pero insiste en que es la palabra la que debe llegar primero. Por medio de su propio ministerio público mostró su convicción de que «la semilla es la palabra de Dios».

2. El fracaso y la desilusión son inevitables

  Otra parte cayó sobra la piedra (Lucas 8:6).

Miremos con cuidado cómo cuenta Jesús la historia. Fijémonos en que lo que hace es describir una siembra homogénea y cuatro tipos diferentes de terreno. Si la parábola hubiera sido narrada por un experto en publicidad de la actualidad, bien podría haber sido al revés. Habría hablado de un terreno homogéneo y cuatro tipos diferentes de sembradores. El primero sembraría la semilla de una forma determinada, pero no funcionaría; el segundo utilizaría una táctica diferente, pero tampoco sería buena; el tercero intentaría otro método, pero no tendría éxito; y, por fin, llegaría el sembrador que, con una previa investigación del mercado y un perfeccionamiento adecuado de su técnica de venta, conseguiría la cosecha deseada. ¡Bien hecho, sembrador!

¡No!—dice Jesús—. No es así como funcionan las cosas. El éxito o fracaso de la siembra de la palabra no parece depender en absoluto de la técnica del sembrador. Al contrario, la semilla es sembrada de una manera que, al parecer, carece de arte alguno y es una especie de despilfarro que no requiere destreza. Es esparcida. Porque no es función del sembrador el transformar un terreno en otro. Jesús dice que más bien es función de la semilla el discriminar entre la fertilidad intrínseca o la infertilidad del terreno. Lo que determina la cosecha es la calidad del terreno, no la experiencia del sembrador.

Está claro que eso no nos gusta. Nos roba nuestra mejor excusa para rechazar el evangelio, aquella de que el predicador no era bueno. Es el terreno el que marca la diferencia. La fertilidad espiritual no reside en la capacidad del maestro. Y Jesús insiste en que así son las cosas. La fertilidad no reside en la capacidad del evangelista. Y por eso describe tres grados de fracaso.

a. Los de junto al camino

  … Son los que oyen, y luego viene el diablo y quita de su corazón la palabra … (Lucas 8:12).

Jesús es franco aquí en cuanto al gran desperdicio de esfuerzo que a menudo parece ser el compartir las buenas nuevas del reino de Dios. Mientras habla, mira alrededor a la inmensa multitud que fluye hacia él para escucharle. Con seguridad, muchos serían tentados a etiquetar a estos adherentes temporales como «convertidos». Al fin y al cabo, el solo hecho de que vinieran a Jesús desde sus hogares seguramente indicaba alguna clase de respuesta espiritual, ¿no? Pero Jesús no está tan convencido. «No—dice—, en esta multitud lo que yo veo es una gran mezcla. Es obvio que algunas de estas personas que han venido a escucharme están endurecidas contra mi palabra». Ese endurecimiento puede proceder del orgullo intelectual—«no esperará que me crea eso, ¿verdad?»—, o de la obstinación moral—«de ninguna manera pienso dejar de hacer eso porque él lo diga»—, o de la auto-justificación—«¿yo un pecador? ¡Cómo se atreve!” También puede tratarse simplemente de la indiferencia o el aburrimiento que llevan al endurecimiento: «Esto no es para mí. A mí me va el yoga, ¿sabe?»

Aunque escuchan su palabra, les resbala como el agua a los patos. Su corazones están recubiertos de teflon espiritual, por lo que nada se les pega. Quizás piensen que ellos son los inteligentes, los modernos, los que no se dejan llevar por esa tontería del «reino de Dios». Pero tengamos en cuenta a aquel a quien Jesús identifica como el silencioso y secreto personaje que está detrás de esta actitud cínica y desafiante. «Luego viene el diablo y quita de su corazón la palabra, para que no crean y se salven»—les dice.

Jesús está convencido de que en la persona existe una fuerza maligna que está trabajando para desacreditar la palabra, así como para distraer su mente y evitar que le preste atención a aquélla. Todo evangelista se enfrenta a la oposición demoníaca. ¿Podría ser que también estuviera trabajando en los lectores de este libro?


b. Los de sobre la piedra

  … Son los que habiendo oído, reciben la palabra con gozo; pero éstos no tienen raíces … (Lucas 8:13).

Otras personas de la multitud representan sólo una decisión superficial, un entusiasmo inicial que no es duradero. Su respuesta a la palabra se reduce a pura emoción, a la clase de excitación animal que se experimenta cuando se es parte de una gran multitud, o a la clase de sensación cálida que produce el visionar una película emotiva. «Reciben la palabra con gozo»—dice Jesús—, pero después las circunstancias cambian, baja el nivel de adrenalina, se mitiga la embriaguez del momento. Quizás comiencen a sentirse engañados: «Me dijeron que el cristianismo te hacía feliz; pues bien, ¡yo no lo soy! Me dijeron que el cristianismo me proporcionaría amigos; bien, ¡pues yo no tengo ninguno! Debe ser que pasé por una fase adolescente. Fue tan sólo un espejismo. No pienso seguir siendo cristiano».

«No tienen raíces». Creen durante un tiempo; pero, a la hora de la prueba, apostatan—dice Jesús. ¿Quién no ha conocido a alguien así? Hay prodigios espirituales que se convierten de la noche a la mañana. Por un tiempo son unos cristianos maravillosos. Pasan por todas las clases de preparación para el bautismo o la confirmación. Se involucran en todo. Pero, seis meses después, no se les vuelve a ver el pelo.

c. Los que caen entre espinos

  … Son los que oyen, pero yéndose, son ahogados …, y no llevan fruto … (Lucas 8:14).

Hay otros que dan marcha atrás tras haber sido considerados discípulos. De nuevo pasan por una respuesta inicial llena de entusiasmo. Pero, a diferencia del caso de la decisión superficial, estas personas no parecen renegar de su compromiso con Jesús inmediatamente. Mantienen algún tipo de identidad cristiana. No se apartan en ese sentido. Pero, con el paso del tiempo, Cristo va teniendo cada vez menos significado en sus vidas. La presión de los intereses rivales van desgastando sus energías. La influencia del materialismo y de la mundanalidad va minando todos aquellos deseos iniciales de espiritualidad.

Durante la juventud, puede que las responsables de esta diversidad de intereses sean las metas que tienen para su vida, los deportes o la atracción sexual. En la mediana edad se trata de la presión económica, las responsabilidades familiares o las ambiciones profesionales. En la tercera edad, la preocupación por la salud o por los nietos. En todas las etapas de la vida pueden surgir docenas de distracciones. «Yéndose … son ahogados por las preocupaciones de la vida, las riquezas y los placeres»—dice Jesús. Y el resultado es que «no llevan fruto». Se mantienen en un estado de subdesarrollo espiritual y no maduran. Se autodenominan cristianos, pero lo que han adquirido es un hábito de ir a la iglesia, no una fe vital y personal.

No nos engañemos, llevar las buenas nuevas del reino de Dios es algo muy descorazonador. Hay muchas personas que escuchan pero no se convierten. Otras deciden precipitadamente seguir a Cristo, pero desaparecen. Otras se sientan en un banco semana tras semana como los pasajeros de un tren, pero nunca pasan de un compromiso puramente nominal.

Pero, en medio de esta escena tan desalentadora, hay algo que, finalmente, anima al evangelista.


3. Una evidencia duradera

  Otra parte cayó en buena tierra, y nació y llevó fruto a ciento por uno (Lucas 8:8).

La semilla de la palabra es la única forma de multiplicar el reino. Y así será. A pesar de las frustraciones y esfuerzos perdidos, Jesús nos asegura que el granjero tendrá una cosecha espléndida al final del día. Porque hay algunos «que con corazón bueno y recto retienen la palabra oída, y dan fruto con perseverancia» (Lucas 8:15).

Los comentaristas no se ponen de acuerdo en cuanto a cuántos de estos tipos de terreno podrían implicar una esperanza de salvación. Todos están de acuerdo en que los de la semilla sembrada junto al camino no. El mismo texto excluye esa posibilidad. «Para que no crean y se salven»—dice Jesús de aquellos que tienen los corazones endurecidos.

Pero hay muchos que opinan que los otros tres terrenos, aunque difieran en el grado de espiritualidad que representan, no obstante todos ellos muestran una respuesta salvadora al evangelio. «Al fin y al cabo—dicen—, la semilla que es sembrada sobre la piedra y entre espinos germina, ¿no? Reciben la palabra. Deciden seguir a Cristo. Al menos comienzan el camino del discipulado. Estos individuos tienen una seguridad de vida eterna. Aunque su compromiso no se sostenga y no haya crecimiento espiritual—lo que les hace perder el derecho a obtener una recompensa en el cielo—, no por ello pierden el cielo mismo».

Yo no estoy nada convencido de este punto de vista tan optimista. Me pregunto qué pasa con las palabras de Jesús registradas en el Sermón del Monte acerca de aquellos discípulos nominales que hacen una profesión verbal. «No todo el que me dice: Señor, Señor, entrará en el reino de los cielos, sino el que hace la voluntad de mi Padre que está en los cielos. Muchos me dirán en aquel día: Señor, Señor … Y entonces les declararé: Nunca os conocí; apartaos de mí» (Mateo 7:21–23). ¿O qué pasa con la solemne ilustración de la vid que se nos da en el evangelio de Juan? El pámpano que no lleva fruto es cortado y arrojado al fuego (ver Juan 15:6). ¿Y la solemne advertencia que se le hace a los apóstatas en la epístola a los hebreos? «La tierra que produce espinas y abrojos es reprobada … y su fin es el ser quemada»—dice el escritor—. ¿Y la terrible admonición de Cristo resucitado dirigida a aquellos supuestos creyentes de la iglesia de Laodicea que tenían el corazón dividido? «Por cuanto eres tibio … te vomitaré de mi boca» (Apocalipsis 3:16).

La aplicación de esta parábola es que, para Jesús, la única respuesta adecuada a la palabra es la que resulta en una productividad espiritual duradera. Es la única posibilidad. F. Mac Arthur lo expresa muy bien en su «The Gospel According to Jesus» [El Evangelio según Jesús}:

  «La meta de la agricultura es el fruto. Para la cosecha, el terreno lleno de malas hierbas es tan malo como un camino pedregoso o como el terreno que admite poca profundidad de raíz. Todos ellos son igualmente malos, porque ninguno de ellos produce fruto. La meta de la agricultura es el fruto, y éste es también la demostración definitiva de la salvación».

Jesús nos avisa en este relato de que las meras profesiones de fe llevan a una estadística equivocada. Lo que verdaderamente anima el corazón de Cristo son los cambios de larga duración que se producen en el estilo de vida, no las manifestaciones de entusiasmo de corta duración.

Algunos cristianos bienintencionados tratan la fe como un seguro contra incendios. Dicen: «¡Decídete por Cristo ya; porque, una vez que hayas pagado ese sencillo precio una vez en la vida, ya tienes vida eterna y nunca más debes dudar de eso! Por medio de ese paso de fe tienes garantizada la admisión en el cielo de manera absoluta e irrevocable».

Pero semejante presentación puede distorsionar peligrosamente el cristianismo del Nuevo Testamento. Conduce a los que profesan ser cristianos a pensar que pueden vivir el resto de sus vidas como les plazca. Ya han hecho su «decisión por Cristo»; por tanto, están asegurados. Pueden sucumbir a todo tipo de fallo moral o degradación espiritual, e insistir en que son «salvos». ¿Acaso no les dijo el evangelista que tenían vida eterna y que nunca debían dudar de eso? Habían adquirido su seguro contra incendios. Habían pagado su precio para toda la vida. Por lo tanto estaban asegurados para toda la eternidad.

Pues el Nuevo Testamento no está de acuerdo con eso. Insiste en que la seguridad de salvación eterna sólo vale si viene avalada por la evidencia clara de un crecimiento espiritual y de una productividad. Eso no quiere decir que seamos salvos por nuestras buenas obras. Pero significa que la única evidencia fiable de nuestra salvación es la santidad.

Según Jesús, los que están seguros son aquellos que dan fruto por medio de su perseverancia. El sello del hombre o de la mujer que se han convertido de verdad es la paciencia. Jesús no ofrece seguridad alguna para los pámpanos conformistas que no dan fruto.

Se cuenta una historia acerca de cómo el predicador victoriano Carlos Spurgeon, mientras caminaba hacia su iglesia en Londres, se cruzó con un borracho que estaba abrazado a una farola. «Soy uno de sus convertidos, Mr. Spurgeon»—le dijo.
«Puede que seas unos de mis convertidos—respondió Spurgeon—; pero, desde luego, no uno de los convertidos de Dios. Si lo fueras, no estarías en estas condiciones».

La semilla de la palabra, cuando se recibe de forma que lleva a la salvación, no produce sólo un impacto temporal. Produce un cambio duradero. La fe verdadera no es un capricho efímero fruto de la excitación emocional que produce una reunión evangelística. No es sólo un asentimiento de cabeza en dirección al altar cada vez que se repite el Credo el domingo por la tarde. La fe verdadera es un compromiso de corazón, de manera deliberada y decidida, a obedecer fielmente a Cristo y su palabra, que persevera en medio de las pruebas y de la oposición y que dura toda la vida. No estoy diciendo que los cristianos no puedan sufrir un revés; claro que pueden. Pero perseveran. Y sólo aquellos que perseveran hasta el final son salvos.

Por otra parte, existe algo así como la experiencia de conversión abortiva, como ocurrió entre los discípulos en el caso de Judas. Es por eso que el Nuevo Testamento nos exhorta:

  «Mirad, hermanos, que no haya en ninguno de vosotros corazón malo de incredulidad para apartarse del Dios vivo; … Porque somos hechos participantes de Cristo, con tal que retengamos firme hasta el fin nuestra confianza del principio (Hebreos 3:12, 14).

El reino de Dios comienza en nuestras vidas cuando Dios comienza a regir en ellas. ¿Y cómo puede Dios gobernar en nuestras vidas? Según Jesús, depende de la atención obediente que prestemos a su palabra.

 
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