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lunes, 9 de mayo de 2016

Porque oigo del amor y de la fe que tienes para con el Señor Jesús y hacia todos los santos, de manera que la comunión de tu fe ha venido a ser eficaz en el pleno conocimiento de todo lo bueno que hay en nosotros para la gloria de Cristo.

RECUERDA Por eso, el que tiene este cargo ha de ser irreprensible debe ser apto para enseñar;no un neófito, no sea que envaneciéndose caiga en la condenación del diablo. 1Timoteo3:2,6




MUCHA LIBERTAD EN CRISTO: ONÉSIMO ARREPENTIDO


¿PARA QUÉ LEER LA EPÍSTOLA A FILEMÓN?

Con frecuencia oímos decir que el tema de la Epístola a Filemón es la esclavitud:

    La carta trata con el problema de la esclavitud, el tráfico de vidas humanas, y cuál debe ser la respuesta cristiana a ello.

Sin embargo, aun una lectura somera del texto revela que éste no es el caso. Es cierto que el contenido de la Epístola tuvo profundas implicaciones para la esclavitud, pero su tema no es la esclavitud.

La carta hace referencia a un esclavo y explica cómo debe ser recibido en una comunidad cristiana, pero no entra en debate sobre la actitud cristiana hacia la esclavitud como institución.

Y si bien podemos afirmar que, si todo el mundo tuviese las mismas actitudes que vemos en Pablo hacia los esclavos, acabarían automáticamente aquellos abusos en el trato humano que la esclavitud institucional suele comportar, aun así no podemos decir que Pablo esté atacando a la institución en sí.

De hecho, el apóstol trata mucho más directamente el tema de la esclavitud en otros textos (como, por ejemplo, 1 Corintios 7:21–22; Gálatas 3:28; Efesios 6:5–9; Colosenses 3:22–4:1; 1 Timoteo 6:1–2; Tito 2:9–10), un estudio de los cuales nos revelaría mucho más acerca de la enseñanza apostólica en torno a la esclavitud que la que encontramos en la Epístola a Filemón.

Ciertamente ésta despierta en nosotros algunas preguntas acerca de la esclavitud y exige a los cristianos comportamientos que, como ya hemos dicho, acaban implícitamente con los peores abusos de la misma. Sin embargo, la esclavitud en sí no es el tema de la Epístola.

Entonces, ¿cuál es su tema?
Estrictamente el tema de Filemón es un asunto de orden práctico. Como dice un comentarista:

    Su contenido es específico. Quizá ningún otro libro bíblico sea tan concreto en cuanto a que haya sido escrito para tratar un solo tema. Hay un punto que Pablo quiere compartir con Filemón. Al margen de los naturales saludos, se limita a hablar de ello y absolutamente nada más. Por eso, nos deja a oscuras en muchas cosas que nos interesaría saber … En Filemón no hay nada doctrinario … Pablo daba por sentado que Filemón conocía ya la doctrina. No era necesario explicársela.

El asunto práctico que la carta aborda es sencillamente la petición de que Filemón reciba a Onésimo con espíritu de perdón y como hermano en el Señor Jesucristo. Las circunstancias de la carta, entonces, son eminentemente prácticas: la necesidad del apóstol de interceder por Onésimo ante un amo ofendido, la petición de benevolencia y amor fraternal hacia el prófugo y —si acaso queremos un segundo «asunto»— la petición de hospedaje para Pablo mismo (Filemón 22).

Éstas son las cuestiones tratadas.
No son en sí mismas temas teológicos, ni siquiera éticos, aunque tienen implicaciones tanto doctrinales como morales.

La teología y la ética de la Epístola se encuentran más allá de su superficie, en el substrato, en las actitudes que subyacen en las peticiones del apóstol. Sin duda fue más bien a causa de ellas, y no por el contenido de la carta en sí, por lo que Filemón fue incorporada dentro del canon del Nuevo Testamento, porque es una Epístola sumamente aleccionadora en cuanto a ciertas actitudes y premisas que deben caracterizar nuestras relaciones fraternales.

Si bien el tema de la Epístola es de importancia relativa, las lecciones prácticas que podemos aprender de ella son de gran trascendencia y pueden ser resumidas en cuatro epígrafes:

    1.      En primer lugar, en Filemón aprendemos:

  •  el tacto, 
  • la cortesía, 
  • la discreción, 
  • la amabilidad, 
  • el respeto, 
  • la delicadeza y 
  • el civismo que deben caracterizar el trato entre creyentes. 
El hecho de que seamos hermanos en Cristo establece entre nosotros ciertas obligaciones y derechos, y éstos, en principio, se prestan a que se abuse fácilmente de ellos. Pero, al leer esta carta, vemos cómo Pablo trata con delicadeza, respeto y afabilidad los derechos que tiene como apóstol y las obligaciones de Filemón, y nunca abusa de ellos.

El hecho de tener ciertos privilegios como miembros de la familia de Dios y de saber que nuestros hermanos tienen obligaciones hacia nosotros nunca debe conducirnos a actitudes de presunción, de abuso o de chantaje moral.

      Esta Epístola da una muestra de la sabiduría más elevada en cuanto a la manera en que los cristianos deberían tratar sus asuntos sociales sobre principios más elevados.

      No contiene exposición ninguna doctrinal ni exhortaciones a la vida cristiana … Su valor consiste en el hecho de que ofrece una lección objetiva de cristianismo práctico … Suministra un ejemplo inspirador de conducta cristiana. Ante todo esta carta es un modelo de cortesía cristiana … No contiene la más mínima afectación, ni engreimiento, ni adulación, ni esfuerzo por impresionar. Es prototipo de sinceridad absoluta y cortesía perfecta.

      Las generaciones se han maravillado de la forma en que [Pablo] logró mantener el tono afectuoso y la mansa fortaleza que le daba su posición de padre espiritual de Filemón. Hay como una oscilación entre lo enérgico y lo bondadoso, que hace que estas líneas sean un modelo para la correspondencia de todos los tiempos.

      [La Epístola a Filemón] nos permite ver la cordialidad de las relaciones humanas que [Pablo] sostiene con un amigo; el tacto y la finura psicológica con que lo lleva a acceder a una súplica; el fino humor con que le propone renunciar a un legítimo derecho y la delicadeza con que le sugiere hacer lo que él no se atreve a pedirle.

    El tono de la Epístola nos recuerda lo que el mismo Pablo escribió a Timoteo:

      El siervo del señor no debe ser contencioso, sino amable para con todos, apto para enseñar, sufrido; que con mansedumbre corrija a los que se oponen (2 Timoteo 2:24).

    La lectura de Filemón nos demuestra claramente que Pablo practicaba lo que predicaba.

    2.      En segundo lugar, la Epístola nos enseña ciertas virtudes de la vida cristiana como son 
  • el amor, 
  • el perdón y 
  • la reconciliación. 
Estas virtudes son expresadas de manera sencilla en medio de situaciones cotidianas y reales, no de forma teórica en medio de un tratado moral. Pero precisamente por eso nos llegan con mayor impacto y hermosura.

La auténtica cortesía no se aprende en escuelas de buenos modales, sino como consecuencia de descubrir en Cristo una fuente de amor. El verdadero amor es abnegado y busca el bien del otro, por lo cual siempre se expresa con la cortesía y respeto que acabamos de decir es una de las principales lecciones de esta carta.

    El amor de Pablo hacia Filemón y hacia Onésimo llenan el texto. Abundan frases de tierno afecto, de solidaridad, de cariño. La disposición del autor, y la que espera de sus lectores, es de sacrificio personal por el bien del otro.

El amor de Cristo manifestado en la vida del apóstol es el que derriba barreras sociales, convierte en «hijo» (Fil 10) al siervo inútil y hace que la relación amo-esclavo se disuelva para siempre en una nueva relación fraternal. El amor es la base sobre la cual Pablo funda sus peticiones (Fil 9). Pero el amor no es sólo un sentimiento entrañable; también se ha de manifestar de maneras prácticas. Y Pablo apelará a Filemón para que él practique por amor aquel perdón en el caso de Onésimo del cual él mismo ha sido objeto en Cristo. Aunque la palabra perdón no se encuentra en esta carta, el espíritu de perdón la llena.

    3.      Y esto nos conduce a la tercera gran lección que podemos aprender de esta epístola: la autenticidad del poder transformador del evangelio.

    El autor de la carta había sido hebreo de hebreos, fariseo de fariseos, un celoso de la Ley que, en su fanático afán de mantenerse puro de toda contaminación moral, antes había tratado a los gentiles como perros inmundos.

Ahora se considera a sí mismo apóstol a los gentiles y la redacta con el fin de interceder a favor de su amado hijo espiritual, el esclavo gentil Onésimo. ¿Qué ha efectuado este cambio radical en su vida, en sus actitudes, en sus relaciones y afectos? ¿Qué hace que un arrogante fariseo pueda humillarse y sacrificarse por un despreciado gentil? El poder transformador del evangelio de Jesucristo.

    Vemos este poder operante en Onésimo, convirtiéndolo de inútil en útil, de esclavo prófugo en hermano amado (v. 16). Lo vemos también en Filemón, haciéndole generoso en la concesión de su casa para el uso de la iglesia (v. 2), en su preocupación por las necesidades de todos los creyentes (vs. 5, 7) y —así lo esperamos— en el perdón y amor reconciliador que brinda al esclavo pródigo.

    Esta pequeña carta es la demostración de que el evangelio realmente funciona. Precisamente porque es una carta circunstancial de poco desarrollo teológico explícito, que trata sobre asuntos cotidianos y personas normales, por esto nos convence.

La vida de sus protagonistas sirve como espejo para reflejar la autenticidad del evangelio. Al estudiar este «espejo» tendremos que mirarnos a nosotros mismos. En aquellas vidas el evangelio funcionó, pero ¿qué de las nuestras? Éste es uno de los retos de la Epístola.

    Nuestra lucha a favor de cualquier reforma social siempre estará condenada al fracaso —o, como mucho, al éxito parcial— si no contamos con el poder transformador de Cristo. Nuestra sociedad no practica la esclavitud institucional, pero muchas de las características de la esclavitud todavía están con nosotros.

Mientras el hombre sea hombre, habrá pobreza, injusticia y abuso en las relaciones laborales y sociales. La única solución es que el hombre sea liberado de su vieja humanidad y se convierta en un hombre nuevo, con nuevas actitudes, ambiciones y relaciones. Cuando esto ocurra, los problemas sociales caerán.

Así debe ser en nuestras iglesias y en nuestras relaciones personales con nuestros hermanos en Cristo. Debemos ser la demostración fehaciente de que el evangelio es absolutamente eficaz para la transformación de actitudes egoístas en amor fraternal.

    Porque sabe que el evangelio funciona, Pablo puede escribir a Filemón con la plena esperanza de que éste no llevará a Onésimo al patíbulo, como tenía derecho a hacer, sino que lo recibirá como hermano en Cristo. Y, por esta misma razón, Onésimo puede acceder a volver a su amo, aun a riesgo de ser castigado. Lo puede hacer porque Cristo realmente transforma vidas. Sabe que su relación con Filemón nunca será igual que antes.

    4.      Finalmente, podemos destacar que esta pequeña epístola es un fiel reflejo de lo que significa la libertad en Cristo.

Curiosamente, dos de sus tres protagonistas se encuentran en circunstancias que humanamente parecen incompatibles con la libertad: Pablo es prisionero y Onésimo esclavo. Sin embargo, las relaciones que existen entre ambos, y entre ellos y Filemón, son la expresión de una nueva libertad en Cristo.

La coerción, la manipulación y el engaño ceden ante las nuevas vinculaciones fraternales de amor sincero. Todo rebosa confianza y amistad. Cristo no sólo nos reconcilia con Dios, sino también con nuestros hermanos y con nosotros mismos.

Esta realidad no es abordada en la Epístola como una tesis teórica, sino manifestada como algo real en la experiencia de los protagonistas. Por esto hace impacto. Por esto, también, se podría poner como título de esta carta la frase procedente del versículo 8: Mucha libertad en Cristo.
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sábado, 7 de julio de 2012

Las cadenas son rotas: Liberacion por Cristo Todopoderoso

biblias y miles de comentarios
 
Libertad del ciclo de abusos
Me agrada empezar una conferencia preguntándole a la gente: «¿Me agradarían si en verdad lograra conocerlos en el poco tiempo que estaré aquí? Quiero decir: ¿Si los llegara a conocer verdaderamente?» Hice esa pregunta a mi clase en el seminario y antes de que pudiera continuar uno de mis alumnos respondió: «¡Me tendría lástima!» Lo dijo en broma, pero captó la perspectiva de muchos que experimentan una vida de desesperación disimulada. Perdidos en su soledad y autocompasión, se aferran a un hilo de esperanza que, de alguna manera, Dios irrumpirá entre la espesa neblina de la desesperación que rodea sus vidas.
El sistema no los ha beneficiado. Los padres que se suponían iban a ofrecer el amor, el cariño y la aceptación que necesitaban, eran más bien la causa de su condición. Tampoco la iglesia de la que se habían aferrado en busca de esperanza parecía tener las respuestas.
Tal es el caso de la persona que nos presenta el primer relato. No conocía a Molly antes de recibir su extensa carta, en la que me dio a conocer su recién lograda libertad en Cristo. Meses más tarde, tuve el privilegio de encontrarme con ella cuando dictaba una serie de conferencias. Esperaba ver a una criatura acabada y regordeta. Por el contrario, la persona que almorzó con mi esposa y conmigo era una profesional inteligente y atractiva.
Conforme usted conoce, creará su imagen mental. Su relato es importante porque no la aconsejé personalmente. Encontró su libertad viendo en la Escuela Dominical los videos de nuestro congreso sobre «Cómo resolver los conflictos personales y espirituales». Su historia representa a todos los que sufren debido a una familia disfuncional y a una iglesia inepta. Creo que muchos de los que hoy viven en la esclavitud espiritual saldrían a la libertad ahora mismo si supieran quiénes son en Cristo y cuál es la naturaleza de la batalla espiritual que se libra en sus mentes. Jesucristo es el que libera, Él ha venido a darnos vida en abundancia.
*     *     *
La historia de Molly
Nací de las dos personas más odiosas que jamás he conocido.
Toda mi vida ha cambiado desde que empecé a participar en la serie de videos sobre: «Cómo resolver los conflictos personales y espirituales». Por primera vez en mi vida se me aclaró cuál era la fuente de mis ataduras. Tengo cuarenta años y siento que sólo ahora he encontrado «la tierra prometida».
Nací en una zona rural de Estados Unidos, hija de las dos personas más miserables que jamás he conocido. Mi padre era un agricultor de muy poca educación que se casó con mi madre cuando ella era muy joven. Él era uno de los quince hijos de una familia plagada de enfermedades mentales. Hay también una gran inestabilidad en la familia de mi madre, pero simplemente niegan que haya un problema.
La luz que más brillaba entre mis familiares era mi abuela. De no haber sido por ella, estoy convencida que de no haber sido por ella, hace años estuviera loca. Fue una santa y yo sabía que me amaba.
Fui la primogénita de mis padres, sin embargo, nací cuando cumplieron doce años de casados. Mis primeros recuerdos de ellos juntos eran que en la noche mi madre dejaba fuera a mi papá. Todavía veo la expresión feroz de su cara mientras se dirigía a mí a través de la puerta y gritaba: «¡Molly! Ábreme la puerta y déjame entrar». Mi mamá, parada directamente detrás de mí, me gritaba: «No te atrevas a abrir esa puerta».
Al pie de la cama pude ver la clásica figura del diablo
Mis padres se divorciaron cuando tenía cuatro años y mi madre nos llevó a otra casa. Mucho antes del divorcio recuerdo la noche en que mis padres iban a salir. Mi hermanita de un año de edad y yo estábamos en la cama de ellos, sin duda esperando a la muchacha que nos iba a cuidar, cuando de repente vi bailar al pie de la cama una aparición malévola exactamente como el tradicional diablo rojo. Estaba petrificada del temor y me sentí obligada a no decirle a nadie lo que veía.
Llamé a mi mamá y llorando solamente le dije que había algo en el cuarto. Encendió la luz y dijo: «Aquí no hay nada, ni acá». Me cubrió con las mantas para no ver el pie de la cama cuando ella apagó la luz y salió del cuarto. Pasé largo rato escondida debajo de las mantas, demasiado aterrorizada como para asomarme. Cuando lo hice, todavía estaba allí aquella presencia, riendo.
Sentí que esas palabras me traspasaban el corazón como un puñal.
Después del divorcio de mis padres, recuerdo que se encontraron una vez en la calle, se pararon a conversar y papá le pidió a mamá que lo dejara llevarse a mi hermanita. Sentí que esas palabras me traspasaban el corazón como un puñal, porque me indicaban que mi padre no me quería.
Lo más probable es que las voces hayan empezado en esa época: «Tu padre ni siquiera te quiere». Y era verdad. Siempre me había dicho que era «exacta a mi madre». Sabia lo que significaba eso: Sabía que la odiaba. Ella era colérica y a mí me aterraban sus arranques de ira.
Una vez, cuando tenia unos seis años y estaba en casa de mi papá, una tía le dijo: «Molly es exacta a ti». De inmediato, cambió su expresión por completo y le gritó: «¡Es exacta a su madre! ¡Vivi dieciséis años con esa mujer y ella se parece a su madre!» Diciendo eso salió furioso de la casa y sentí que un dolor agudo me atravesaba el pecho.
Temía mucho que ella nos envenenara.
Nuestros familiars pensaban que mi madre podría maltratarnos. Una vez, cuando ella estaba muy mal llegó una tía y se paró fuera, frente a una de las ventanas. Nos estaba vigilando porque temía por nuestra seguridad. Mamá nos maldecia muchísimo y controlaba nuestras vidas totalmente. No tenía amistades, ni amor, ni ternura y a menudo decía que su vida habría sido mucho major sin mí. Sentí que estaba resentida con nosotros y que le éramos un estorbo.
En los dos años siguientes, mamá llegó a ser aún más cruel y malévola. Temí por mi vida el resto de mis años junto a ella. Aunque no conocía mucho del mundo espiritual, sentía, aun en ese entonces, que Satanís estaba involucrado en nuestra vida familiar.
Llegó el momento en que no comía a menos que ella lo hiciera antes, porque temía que nos envenenara. Me es imposible describir el terror de ser una niña que siempre vivía amenazada por el peligro de muerte. Aun cuando algunos de nuestros parientes temían por nuestra seguridad, no nos ayudaron porque le temían más a ella.
Una vez, cuando tenía catorce años, mi madre creyó que le habia perdido algo y no me quiso alender cuando traté de decirle que nunca habia tenido en mis manos aquello. Me pegó y me estuvo maldiciendo desde las seis de la tarde hasta la una de la mañana, obligándome a revisar la basura una y otra vez para encontrar ese objeto. Al fin se acostó. Sin duda muerta del cansancio. ¡Lo que buscaba era la tapita del tubo de pasta de dientes!
Poco después llegó mi padre para su visita mensual. Tal vez nos hubiera visitado más a menudo a no ser que su esposa alegaba y rabiaba todo el tiempo que estaban con nosotras, tratándonos de la misma manera que lo hacía nuestra madre. De regreso a casa ese día, de repente mi mente se quedó en blanco. No podía recordar quién era ni toda esa gente que estaba en el auto. Se me hizo un enorme nudo en la garganta, estaba tan asustada que no podía hablar. Luego, de manera igualmente repentina, me volvió la memoria como un torrente apenas papá hizo que el auto doblara hacia la calle en que vivíamos. Cómo odiaba el regreso al «infierno» de mi hogar, pero no tenía otro recurso.
En medio de todo, anhelaba desesperadamente el amor de mis padres. Todavía cuando tenía treinta y tantos años llamaba a mi madre a diario, a pesar de que muy a menudo me tiraba el teléfono. A esas alturas seguía tratando de obligarla a amarme.
Siempre me amenazaba con decirle a mi mamá que yo fumaba cigarrillos si le contaba lo que él me hacía.
Cuando aún era pequeña, uno de mis tíos, que tenía muchos hijos, llegaba a mi casa y me sacaba a pasear. Al parecer, a mi madre jamás se le ocurrió ser cautelosa y preguntarme por qué hacía eso. Cuando tenía entre cuatro y siete años, recuerdo que me hacía caricias íntimas y me amenazaba con que si alguna vez le contaba a mamá lo que me hacía, me acusaría con ella de fumar cigarrillos. Recuerdo haber sentido una culpabilidad inmensa, creyendo que debía haber dicho que «no», pero tenía miedo de hacerlo.
Después llegué a enviciarme con la masturbación, un problema que jamás pude controlar hasta que encontré mi libertad en Cristo. Ese deseo sexual ha tratado de volver, pero ya sé lo que tengo que hacer: simplemente proclamo en voz alta que soy hija de Dios, le digo a Satanás y a sus mensajeros malignos que me dejen. Entonces la compulsión se va inmediatamente.
Hace poco quise contarle a alguien acerca de esa adicción sexual para aceptar mi responsabilidad. Cuando se lo conté a una de mis amigas del mismo estudio bíblico, exclamó: «¡Yo siempre he tenido ese mismo problema!» Lloramos juntas y le conté de mi victoria sobre esa influencia demoníaca y sobre todos los pensamientos sexuales violentos que la acompañaban. Me regocijo ahora que ya no tengo que estar sometida a la presencia malévola y al poder arrollador que se asociaba con ese acto. En Cristo soy libre para decidirme a no pecar de esa manera.
De nuevo, a los nueve años de edad, un compañero de trabajo de mi madre abusó de mí. Ella le permitía llevarnos a pasear en auto, a mi hermana y a mí, me besuqueaba y me metía su lengua en la boca. Una vez estaba tan asustada de lo que me podría hacer que me subí a la ventana trasera de su auto y le rogué que nos llevara a casa, después de lo cual jamás nos volvió a sacar.
Había visto películas en que la gente perdía toda noción de la realidad.
A medida que crecía, todo empeoraba. No recuerdo exactamente cuándo fue, pero empecé a pedirle a Dios que no me dejara volver loca y parar en un asilo. Sabía que no sería muy difícil terminar allí porque había estado escuchando voces desde que tenía uso de razón. Había visto películas como «Las tres caras de Eva», en que la gente perdía toda noción de la realidad y me era fácil verme en esa misma condición.
No teníamos vida espiritual alguna. Mi madre rechazó el cristianismo totalmente y no me dejaba hablar con ella del tema. Mi padre asistía todos los domingos a la iglesia, pero era demasiado legalista, trampa en la que después caí yo también.
De adolescente empecé a asistir a una iglesia del vencindario y me convertí en una legalista muy aferrada, haciendo todo lo que me indicaran … todo … para lograr ser feliz cuando fuera adulta.
A la edad de catorce años le pedí a Jesucristo que fuera mi Salvador. Me sentí tan emocionada que esperaba con ansias aprender todo lo que pudiera sobre Él. La primera vez que asistí a un grupo de jóvenes, distribuyeron unos libros y nos asignaron una tarea. Para la siguiente semana, ya había contestado todas las preguntas y había comprado un cuaderno de notas. Alguien vio que había completado el trabajo y gritó: «¡Miren, todos! Ella hasta contestó las preguntas».
Todo el grupo se rió y jamás volví a hacer una tarea.
La Escuela Dominical fue peor. Había muchas muchachas en la iglesia que eran acaudaladas, toda la clase pertenecía a una hermandad de muchachas, excepto otra muchacha y yo. Ella y yo nos llamábamos cada domingo por la mañana para estar seguras de que ambas asistiríamos, porque las demás no nos hablaban y ninguna de las dos quería estar allí sola.
En todo ese tiempo las voces me decían: «Eres fea. Eres repugnante. Eres indigna. Dios jamás te podrá amar». Y con lo que era mi vida, me convencí de que era así.
Cuando me casara, Dios me permitiría encontrar la felicidad.
La opresión, la depresión y las voces de condena seguían, pero nadie lo sabía. No tenía a quién contarle esta parte de mi vida. Creía que lo merecía. Cuando trataba de contarle a la gente cómo era mi madre, no entendían o respondían de manera inadecuada. Una vez se lo confesé a una maestra en la Escuela Dominical y me dijo: «Vamos a hablar con tu mamá». Fue tal el terror que sentí por lo que sabía sería la reacción de mi madre una vez que se hubiera ido la maestra, que me negué a hacerlo. Estaba demasiado aterrorizada.
Vivía de acuerdo al código del autoesfuerzo, tratando de complacer a mamá para evitar que se enojara. Creía que Dios me había puesto en el lugar donde estaba y, si podía aguantar el sufrimiento, ser obediente, llevar una vida buena y sin pecado, cuando me casara, Él me permitiría encontrar la felicidad. Mi meta era tener un hogar y un marido cristianos para ser feliz; tener un lugar seguro donde nadie abusara de mí.
El matrimonio fue una gran conmoción.
El verano después de mi graduación de la enseñanza secundaria me encontré con un hombre que me presentaron en aquella graduación, fue amor a primera vista. Con él me casaría diez meses después, a los diecinueve años de edad, en busca de felicidad. Asistíamos a la iglesia todos los domingos y miércoles por las noches y a cualquier otro programa al que se pudiera asistir. Pero no teníamos amistades y jamás nos invitaron a otro hogar.
En nuestra iglesia no ofrecían orientación prematrimonial, de manera que el matrimonio fue una gran conmoción. Me había guardado para el matrimonio, pero odiaba el sexo. Al cabo de una semana, mi marido empezó a salir de casa por largo rato, a veces todo el fin de semana. Nos mudamos a un apartamento y con todas las cajas sin desempacar, simplemente se fue a jugar golf y a estar con sus amigos.
Ese fue el colmo, después de toda una vida de no sentirme jamás amada por nadie. Mi autoestima estaba tan baja que cuando me di cuenta de que a mi esposo ya no le importaba, me enfermé, sumida en una tremenda depresión. A las tres semanas, me convencí de pecado y me levanté, pensando: ¿Cómo podrá amarme? No podrá jamás respetar a una mujer que se le une y trata de seguir desesperadamente cada paso que dé. Así que traté de cambiar y de hacer que nuestro matrimonio marchara bien. No sé cómo, pero logramos estar juntos durante quince años … quince años de conflicto, de rechazo y de dolor … vacilando entre una vida de pretensión legalista en el cristianismo y de dar la espalda a Dios completamente.
No era el tipo de mujer coqueta.
Esperaba que tener un hijo nos traería la felicidad, como no podía quedar embarazada empecé a visitar a distintos médicos. Cuando mi doctor de cincuenta años de edad fue bondadoso y me tomó de la mano, creí que simplemente actuaba como un padre. Pero luego me acarició íntimamente cuando estaba sobre la camilla. Más tarde, cuando me salió una protuberancia en un seno, fui a otro médico que me hizo algo parecido.
No era el tipo de mujer coqueta; pues apenas si podía mirar los ojos a otra persona. Creo que es exactamente como obra Satanás, utilizando a los demás para traer su maldad a nuestras vidas cuando somos vulnerables. Me sentía muy incómoda mientras sucedían estas cosas, pero de todos modos estaba acostumbrada a sentirme molesta.
Más tarde, me llamó una de mis amigas que trabajaba en un bufete de abogados, me dijo que uno de esos médicos le había hecho lo mismo a otra mujer, la que lo estaba enjuiciando. Fue en ese momento que al fin supe que no era yo, lo cual me alivió bastante de las muchas dudas que tenía sobre mí misma. Lo bueno era malo y lo malo era bueno. Los procesos mentales que tenía andaban tan equivocados que ya no sabía lo que era justo y recto.
Al fin quedé embarazada y salté de repente a la maternidad. Al poco tiempo, mi esposo llegó a casa una noche y me dijo: «De lo único que hablan los compañeros de trabajo es de muchachas y de sexo, por lo que me paso la mayor parte del tiempo con Linda. Ella asiste a nuestra iglesia, es cristiana y en mi tiempo libre estoy con ella.
Me preguntó si me importaba y le dije que no. Con el tiempo me dejó por Linda.
Mis amigas me habían advertido que se estaba viendo con otras mujeres, pero no lo creía. Simplemente decía: «Él no haría eso».
Traté así el asunto porque quería evitar el dolor de saber o enterarme que me estaba siendo infiel.
Renuncié a Dios.
Cuando al fin mi esposo me abandonó y me dejó con dos bebés, renuncié a Dios, culpándolo de todo mi dolor. En la iglesia había aprendido que el camino a la felicidad para la soltera era casarse con un cristiano, cosa que había hecho. Ahora estaba enojada con Dios y durante seis años lo eché a un lado.
Mi madre me instaba: «Haz algo. No te quedes allí sentada toda tu vida. Haz algo, aunque sea malo».
Mis compañeros de trabajo querían que los acompañara al bar y, aunque jamás había entrado en uno, fui con ellos y pronto quedé inmersa en ese estilo de vida. Jamás tuve la intención de salir con hombres indecentes, pero esa clase baja de personas me hacía sentir mejor. ¡Hasta terminé yendo a bares donde algunas de las personas ni siquiera tenían dientes! Supongo que ese era el único lugar donde me sentía bien conmigo misma porque ellos estaban peor que yo.
Todavía estaba atada por el legalismo y a veces trataba de ir a la iglesia, pero eso demandaba un esfuerzo hercúleo. Los viernes en la noche iba al bar y, cuando mis hijos regresaban el sábado de la visita a su padre, volvía a mi papel de buena madre. El domingo trataba de llevarlos a la iglesia, pero cuando lo hacía, sentía como si me clavaran la frente. Había padecido siempre de dolores de cabeza, pero este dolor era insoportable. A veces me enfermaba y tenía que salir de la iglesia; una de ellas me vomité en el auto, por lo que decidí no volver a la iglesia.
Iba al bar y alguien me decía algo agradable.
Recuerdo uno de los últimos sermones que escuché. El predicador dijo: «Hay una espiral descendente. Cuando empieza, el círculo es bien grande y las cosas se mueven lentamente en la superficie. A medida que baja se acerca cada vez más, adquiriendo velocidad hasta que pierde el control. Pero usted puede parar esa espiral descendente simplemente al no dar ese primer paso».
Di ese primer paso y las cosas se escaparon de mi control y ya no pude parar. Cuando me deprimía, iba al bar y alguien me decía algo agradable. Me tomaba un trago y por el momento no me sentía tan mal. Me aceptaban más en el bar que en la iglesia. Desde los catorce años había asistido a ella con regularidad, pero nunca tuve una amiga íntima. Era muy retraída y parecía que la gente no me extendía la mano, por lo que me quedaba sola y triste.
Me encontraba en una situación muy mala en mi vida. La gente en esos bares se peleaba con cuchillos y a veces alguno sacaba una pistola. Pero conforme pasaba el tiempo, logré ir a tomarme un trago sola sin hacerle caso al peligro. En realidad, no me importaba ya lo que me sucediera.
Recuerdo que decía: «No creo que esto sea malo».
Tuve un encuentro con el cáncer que me asustó mucho y pensé que quizás era Dios que me estaba golpeando fuerte. Así que renuncié a los bares y volví a la iglesia. Pero un año después ya se me había pasado el susto y había vuelto a mi antiguo estilo de vida. Vivía una mentira tal que era inevitable. Siempre había tenido una conciencia muy fuerte, pero en ese momento me acuerdo que pensé: Ni siquiera me siento mal por esto.
Me sentía infeliz, miserable y pensé en el suicidio, pero era tan cobarde que no lo podía hacer. Mi vida estaba tan descontrolada que cuando conocí en el bar a un hombre que se quería casar conmigo, me lancé sin pensarlo. No le pregunté a Dios qué le parecía, porque sabía la respuesta que me daría y no me importaba. El tipo todavía estaba casado cuando lo conocí, era cliente del lugar donde trabajaba. Tenía muchísimo temor de que mencionara que me había conocido en el bar, pues quería mantener esa parte de mi vida en secreto. Me casé con él en mi desesperada búsqueda de felicidad, pero sólo estuvimos junto dos años.
Aun antes de este matrimonio había vuelto al ciclo legalista en que trataba de controlarlo todo. Íbamos a la iglesia y me aseguraba de que mi esposo leyera todo lo que yo quería que leyera. Pero estaba más enfermo que yo y muy débil, sin el menor sentido de su identidad propia. Al principio pude controlarlo todo, pero cuando llegaron sus dos hijas a vivir con nosotros, «se desataron los infiernos». La madre había estado en un hospital siquiátrico y ahora tenía una relación lesbiana. Las niñas no tenían la menor disciplina y yo había decidido que las iba a «salvar»; pero me salió el tiro por la culata.
Al fin le pedí a mi esposo que se fuera, pues ya sabía que lo estaba pensando y quise adelantarme a los hechos. Pedí el divorcio, pero entonces no podía dormir en las noches y paré el procedimiento. Sabía que lo que hacía era malo. Le dije que cuando quisiera, le daría el divorcio, pero jamás supe nada más de él.
Fuimos a los consejeros, pero nadie nos ayudó.
Mi segundo esposo y yo sí fuimos a buscar consejería matrimonial, pero no hubo quien nos ayudara. La gente no trataba la realidad del conflicto espiritual, así que, ¿cómo nos podrían ayudar? Sólo nos daban una palmadita en la mano y nos decían que todo iba a resultar bien.
Finalmente, el último consejero que tuve reconoció que estaba experimentando un problema espiritual. Muchas veces le hablé de mi temor a la muerte … de los pensamientos de suicidio … de la incapacidad de sentir el amor de Dios … de la nube que me rodeaba cada vez que entraba a mi casa … pero no parecía saber cómo ayudarme.
Me preguntó si amaba a Dios, a lo que respondí: «No lo sé». Entonces me contestó: «Bueno, sé que lo amas». Le dije que el único Dios que conocía era el que me esperaba en los cielos con un martillo para golpearme. Discutió conmigo que Dios no era así, pero de nada valió.
No le hablé de la enorme araña negra que veía todas las mañanas al despertar, porque apenas comenzaba las actividades del día se me olvidaba. Es increíble que hubiera sucedido durante diez años y que jamás lo recordara excepto en el momento en que sucedía. En ese momento me convencía de que tenía una pesadilla con los ojos abiertos.
Finalmente no pude seguir fingiendo: lloraba todo el fin de semana y clamaba a Dios: «Ya no puedo fingir más que estoy bien». Apenas llegaban los niños del fin de semana con su padre, me levantaba y ponía la cara de buena madre. La verdad era que había pasado todo el fin de semana acostada en el sofá, envuelta totalmente en tinieblas. Jamás abría las ventanas y nunca salía. No le hablaba a nadie porque siempre habían voces que me decían: «Ellos no quieren hablar contigo. No les gustas». Nunca me di cuenta de que esas cosas negativas que escuchaba en la cabeza las puso allí el mismo Satanás.
Era como si una nube me esperara para devorarme.
De día, en mis labores, trabajaba más o menos bien, pero en el instante en que entraba por la puerta después del trabajo, me esperaba una nube para tragarme. De nuevo me tiraba en el sofá, sintiéndome miserable. Pequeñeces como ir a comprar al supermercado me eran dificilísimas porque allí había gente y sentía que todos me odiaban.
Seguí visitando a ese último consejero porque estaba desesperada y ya no podía seguir con la farsa. Llegué al punto en que siempre lloraba en el trabajo y le dije a mi consejero: «Me estoy volviendo loca, me siento desgraciada. Ya no puedo más».
Me dio un libro para leer, pero este no llegó a la raíz de mi problema. A pesar de que hablaba de Cristo, no había solución; la única esperanza era asistir a una de las clínicas que describía. Sin embargo, el libro tocaba el tema de la codependencia maligna y yo sabía que ese era mi caso: sin amistades, totalmente aislada, viviendo una mentira, sin saber quién era. Eso me aterró.
Terminado el libro, fui a ver a mi consejero y le dije: «Esta soy yo …»
Estaba al borde del suicidio, pero sólo me dijo que volviera a los quince días. Intenté ingresar a la clínica, pero no pude por no tener el dinero que exigían.
En esa misma época, mi hermana estaba pasando también por problemas serios, pero no podía visitar al consejero de nuestra iglesia porque no era miembro. Tenían tantos casos que atender que no podían tomar casos que no fueran de miembros. Mi consejero recomendó una clase para hijos de familias disfuncionales, ofrecida en otra iglesia. También quise asistir, pero me era demasiado dificil volver a empezar con un grupo nuevo.
Al llegar el fin de semana, se fueron mis hijos y me acosté en el sofá todo el viernes por la noche y todo el sábado, totalmente deprimida y comiendo nada más que rosetas de maíz. El domingo se me ocurrió que debería asistir a aquella clase. No había nada más difícil en este mundo que hacerlo, no sé ni cómo, pero logré armarme de valor. Apenas entré, me sentí completamente como en mi casa. Empecé a asistir con regularidad y me ayudó muchísimo, pues me sirvió de mucha ayuda tener amistades aunque también estuvieran enfermas.
A medida que observaba el video me quedaba boquiabierta.
Una de mis nuevas amistades me invitó a una clase distinta en que iban a pasar una serie de videos de Neil Anderson. A medida que observaba el video, me quedaba boquiabierta repitiendo constantemente: Esto sí es verdad. A partir de ese momento, jamás falté ni una sola vez a la clase. Una vez fui enferma, porque no había nada en mi vida que me hubiera dado tanta esperanza.
Cuando oí a Neil hablar de personas que escuchan voces, me emocioné muchísimo porque al fin había encontrado quien comprendiera lo que estaba experimentando. Luego habló de Zacarías 3 donde Satanás acusa al sumo sacerdote y el Señor le dice: «Jehová te reprenda». Esa verdad me liberó porque pensé: Yo lo puedo hacer.
En ese momento me di cuenta de que el padre de las mentiras, Satanás, me había engañado. Me había acusado toda la vida y no me había plantado contra él. Aprendí que al estar en el Señor Jesucristo tengo autoridad para reprender a los espíritus engañadores y rechazar las mentiras de Satanás. Cuando esa noche salí del curso, me sentí flotando en las nubes.
Se fue mi depresión … se fueron las voces … ¡desapareció ese enorme objeto parecido a una araña que vi durante diez años en mi cuarto al despertar por las mañanas!
Ahora amo la luz.
Para Navidad, mi jefe me regaló una serie de casetes titulada: «Cómo resolver los conflictos personales y espirituales», que escucho siempre. En mi mente hay luz donde antes había oscuridad. Ahora amo la luz y abro las cortinas y las ventanas para permitir que entre. ¡Es cierto que ya soy una nueva persona! Recibo en mi casa a personas que quieren estudiar la Biblia en esos casetes, cosa que jamás hubiera podido hacer antes.
Al reflexionar sobre mi pasado veo que los mensajes que recibí de parte de mi familia fueron negativos. No recuerdo jamás en mi vida haber sentido amor hasta que escuché los videos y me di cuenta de que Dios me amaba tal y como soy.
Antes de encontrar mi libertad en Cristo me portaba de la misma manera que mi mamá conmigo: con arranques de ira hacia mis hijos y luego odiándome por haberlo hecho. Ahora esos arranques son raros y mis hijos se sienten bien conmigo.
No soy como antes; estoy sanando. Sé lo que debo hacer cada vez que me veo cayendo en un viejo hábito o patrón de pensamiento. No tengo que humillarme en autocompasión. En cada punto de conflicto puedo buscar la mentira específica que Satanás quiere que crea y luego enfrentarla, escogiendo deliberadamente lo que ahora conozco como la verdad.
Mi gran meta ahora es ser el tipo de madre que Dios quiere que sea, y creo que Él compensará todos esos años que se comieron las langostas (Joel 2:24, 25).
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Cómo vive la gente
Nadie se puede comportar constantemente de manera que no corresponda con la visión que tenga de sí mismo. Molly creía que no valía nada, que nadie la quería, que no era digna de ser amada. Vivía una vida distorsionada, impuesta sobre ella por padres maltratados y abusadores. Ese ciclo de abuso habría seguido, de no haber sido por la gracia de Dios.
Cada vez que escucho un relato como este, y son muchos los que oigo, simplemente deseo que la gente como Molly pudiera recibir un sano abrazo de parte de alguien, por cada vez que haya sido tocada por el mal. Deseo disculparme con ella porque tuvo que tener esos padres. Deseo ver que la gente tenga oportunidad de cambiar. Están sentados en los bares cerca de su iglesia. Algunos se meten sigilosamente por la puerta de atrás del santuario y se sientan en la última fila. Otros se convierten en pestes que se le guindan a uno y a quienes se busca evitar. Son hijos de Dios, pero no lo saben, y la mayoría no han sido tratados como tales.
Detener el ciclo del abuso
Los cristianos tenemos todo el poder necesario para llevar vidas productivas y la autoridad para resistir al diablo. Las personas como Molly no son el problema; son las víctimas … martirizadas por el dios de este mundo, por padres abusadores, por una sociedad cruel y por las iglesias legalistas o liberales.
¿Cómo paramos este ciclo de abuso? Los conducimos a Cristo y les ayudamos a establecer su identidad como hijos de Dios. Les enseñamos la realidad del mundo espiritual y los animamos a andar por la fe en el poder del Espíritu Santo. Nos importan lo suficiente como para enfrentarnos a ellos en amor y apoyarlos cuando caen. Lo hacemos al transformarnos en los pastores, padres y amigos que Dios quiere que seamos. Le hacemos caso a las palabras de Cristo en Mateo 9:12, 13:
Los sanos no tienen necesidad de médico, sino los que están enfermos. ld, pues, y aprended qué significa: Misericordia quiero y no sacrificio. Porque yo no he venido para llamar a justos, sino a pecadores.
Los «Pasos hacia la libertad» que ayudaron a Molly cuando vio las películas, están en el apéndice. También se encuentran en el libro The Bondage Breaker [Rompiendo las cadenas].
El camino hacia Dios
De ninguna manera estoy abogando por una solución fácil a los problemas difíciles. Parece que seguir siete pasos u oraciones sencillas es algo simple o fácil, pero me temo que no es así. Hay un millón de maneras en que uno se puede equivocar. El camino a la destrucción es amplio, las sendas numerosas y su explicación compleja. Pero el camino hacia Dios no es tan ancho. Jesús es el camino estrecho, la verdad simple y la vida transformadora. No es de extrañar que Pablo hubiera dicho: «Pero me temo que, así como la serpiente con su astucia engañó a Eva, de alguna manera vuestros pensamientos se hayan extraviado de la sencillez y la pureza que debéis a Cristo» (2 Corintios 11:3).
A pesar de esto, no es tan fácil ayudar a la persona a reconocer el engaño, la dirección falsa y a decidirse por la verdad. Saber cómo lograr que la persona se dé cuenta del dolor emocional del pasado y se esfuerce por perdonar no es tampoco tan fácil. Más bien, enfrentarla con su orgullo, su rebelión y su comportamiento pecaminoso exigen muchísimo amor y aceptación incondicionales.
Muchos pueden elaborar estos pasos por sí solos como lo hizo Molly. Mi hijo me preguntó una vez si la gente podría lograr su libertad en Cristo. Sí lo pueden hacer, porque la verdad es la que nos libera y Jesús es el libertador. Sin embargo, muchos van a necesitar la ayuda de parte de una persona piadosa. Prerrequisito para el pastor o consejero es que tenga el carácter de Cristo y el conocimiento de sus caminos. Este tipo de orientación exige la presencia y la dirección del Espíritu Santo, el «Maravilloso Consejero».
Pareciera como si la mayoría de los profesionales de servicio se concentraran en el problema. Padecemos de parálisis analítica. Si estuviera perdido en un laberinto, no me gustaría que alguien me estuviera explicando todas las complejidades de los laberintos y por qué la gente se mete en ellos. En realidad, no necesito que nadie me diga qué tonto fui al meterme en ese lío. Necesitaría y querría que alguien me diera un mapa para salir de allí. Dios envió a su Hijo como nuestro Salvador, nos dio las Escrituras como mapa del camino y nos envió al Espíritu Santo a guiarnos. La gente en todo nuestro entorno se está muriendo en el laberinto de la vida, por falta de alguien que le muestre con mucha ternura cuál es el camino.



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